Casi dos décadas después de la llegada del siglo XXI, el reconocimiento al papel protagonista de la tecnología en los grandes avances de la humanidad es unánime. Los grandes sistemas de computación han permitido afrontar en un tiempo de cómputo razonable problemas que requieren cálculos muy complejos, como la secuenciación de ADN o el desarrollo de nuevos fármacos; sin embargo, el espectacular aumento de sus prestaciones en los últimos años no ha alejado el fantasma de las limitaciones físicas que presentan, debido fundamentalmente a dos problemas derivados del aumento de la frecuencia de reloj en los procesadores: el exceso de calor y un consumo de energía inasumible.