EL LEPROSO
Siempre estaba encontrando a los leprosos. Eran tres, a veces más, y de noche se instalaban junto a mi cama envueltos en un sudario, me miraban inmóviles. Mis hermanas, que dormían en el mismo cuarto que yo, nunca se dieron cuenta. Clara tenía relaciones con un recaudador de contribuciones que sabía tocar la guitarra. Por mayo, desatado todo el perfume de los naranjos, venía con un grupo de amigos para cantarle serenatas bajo el balcón. Yo atisbaba por la rendija de la persiana y los miraba bramar Malva buganvilia y Te adoro, chavalita y, después, pasarse una bota de vino, beber al galillo. El recaudador vestido de gris llevaba corbata celeste y tenía una nuez abultada que le subía y le bajaba al pasarse el vino… Mi hermana, cuando marchaban, se quedaba desvelada y caminaba por el pasillo de la planta baja, hasta que mi padre, apoyado en el pasamanos de la escalera, alborotados los finos cabellos en lo alto de la cabeza, le gritaba: «Muchacha. Ya está bien de paseos». Entonces, Clara, refunfuñando, volvía a la cama. Pero ni Clara, tan aficionada a moverse en la oscuridad, ni Isabel, hablaron nunca de fantasmas ni de leprosos.
Yo, que a solas oía nudillos que llamaban y al volverme encontraba la puerta entreabierta y asomando por ella piltrafas de mano, hubiera querido contárselo a alguien. Pero mi madre se contemplaba en un espejo oval, se depilaba las cejas y el bigote con unas pinzas; se quedaba absorta ante la televisión o meditaba errante la mirada en las cartas de una baraja extendida sobre la mesa, componiendo abarrotados solitarios… Ni me hubiera escuchado. Prefería cantar, explicar de nuevo las anécdotas de su padre el general, enseñarnos ñoñas fotografías mientras hablaba de su madre perfumada, más señora que nadie al tiempo que mascaba chicle, lo estiraba, en la tarde interminable y calurosa, formaba pompas inverosímiles con él. No…, a papá tampoco. Estaba demasiado ocupado. No podía andarle con aquello. Me hubiera llamado loca o… vete a saber. Y a mis hermanas no les interesaba yo. Clara se quería casar con el recaudador y bordaba enfebrecida sábanas y servilletas. Isabel soñaba en ser pintora y cuando acababa su jornada en la «boutique», escapaba a pintar al natural a paso ligero, cargada con una gran carpeta. Casi tan grande como ella, que era redondita y baja.
Estaba bien segura de que existían lugares llenos de lepra. Los soñaba por la noche. Veía una colina presidida por una fábrica de chimeneas cilíndricas y desiguales, algunas muy largas. Otras, simples agujeros en el tejado. Lo curioso era el polvillo gris que flotaba por el aire que hacía toser, se posaba sobre las cosas y la hierba en capas finísimas que se elevaban al menor soplo para volver a caer en seguida. Los leprosos desfilaban en una procesión que nacía al otro lado de la montaña, que no acababa nunca. Llevaban cirios encendidos y cantaban misereres, clamando perdones, no sé qué perdones… El otro era un pueblo cercado por un río. En realidad no se trataba de un pueblo propiamente dicho, más bien era una carretera cruzada continuamente por automóviles a toda velocidad, coches que no paraban nunca y creo que jamás se pudo pasar de una acera a la acera de enfrente. En cada una de las casas había un leproso tapiado. Allí la enfermedad era endémica y se consideraba peor que un crimen llevar al leproso a un Sanatorio, lejos del calor familiar. Elegían la mejor habitación y tapiaban la puerta con ladrillos. Dejaban sólo una abertura para pasar la comida, el orinal… Los domingos la familia se reunía en el cuarto vecino. Chismorreaban en voz alta, leían el diario, contaban chistes… Del hueco abierto en el tabique llegaba la voz del leproso que, a medida que el tiempo pasaba, se iba volviendo ronca, inaudible. Y un hedor profundo, de perro, mortal.
«El leproso manchado de lepra, llevará rasgadas las vestiduras, desnuda la cabeza, cubrirá su barba e irá clamando: ¡Inmundo, inmundo…!». Corría el mes de junio y empezaron las vacaciones. Yo leía la Biblia. Isabel había llegado de la calle y salió también al patio, con su carpeta. La parra tamizaba el sol de las seis, metamorfoseaba su luz hasta volverla verde. Isabel comenzó a sacar sus dibujos de uno en uno. Los ponía a distancia, achicaba los ojos y con el lápiz carbón corregía ángulos volviéndolos redondos, transformaba las líneas curvas en rectas. Sombreaba porciones blancas. Alargaba, acortaba, perfectamente absorta. De pronto cogió una de las láminas y en un arranque la rasgó en pedazos. Lloraba de rabia. Después los fue recogiendo del suelo, y los partió en trozos más pequeños hasta que el sendero entre los parterres quedó blanquecino, cubierto del improvisado confeti. Mi madre, que se mecía en el balancín le gritó: «Ahora mismo coges la escoba y los barres…». Isabel obedeció sin mirarla, como si la orden no hubiera partido de ella sino de una nube y actuara a impulso de alguna voz sobrenatural. Se sonaba los mocos, lloraba aún. Cuando desapareció en la casa mamá masculló: «Loca. Más loca que mi suegro», y desabrochándose la blusa de dibujos lagarteranos se miró repentinamente interesada el nacimiento de los senos. Volvió a anudar la blusa. Fue en ese momento cunado llegó Clara y explicó lo de la beata. La Virgen se había aparecido a la hija de un alguacil de Bechí, llena de resplandores, y le había anunciado que se disponía a curar a todos los enfermos del término municipal. Bastaba que acudieran a un lugar determinado del monte, que metieran la mano dentro de un río que fluía y se santiguaran, marcaran la santa cruz… Isabel, que colocaba sus paisajes en la carpeta, empezó a reírse con unas carcajadas amargas, como si se vengara de algo y mamá le chilló indignada que desde que trataba con artistas había perdido la gracia de Dios. Y se puso a explicar otra vez aquello que nos sabíamos de memoria: lo de su abuela conversando con el ánima condenada de su segundo marido: «Si eres criatura del Señor dime si puedo ayudarte…». El aire se iba impregnando del perfume intensísimo y pasado de la glicina, ya en la segunda floración, perdiendo todos sus pétalos. La radio soltaba «la española cuando besa» a todo trapo y el relato de mi madre se volvía por momentos más prolijo y vago como siempre que, llena de vino, inventaba historias. Yo temblaba pues me invadió la seguridad de que Bechí no debía andar lejos del pueblo de mis leprosos: «Si a uno se le caen los pelos de la cabeza y se queda calvo, es calvicie de atrás; es puro. Si los pelos se le caen a los lados de la cara, posterior o anterior, apareciese llaga de color blanco rojizo, es lepra que ha salido en el occipucio o en el sinipucio. El sacerdote lo examinará, y si la llaga escamosa es de un blanco rojizo, como el de la lepra en la piel de la carne, es leproso; es impuro, e impuro lo declarará el sacerdote, pues el leproso de la cabeza…». Alguien derrumbaría los tabiques y ellos acudirían al río para limpiarse, mudos, sin gritos bíblicos, con la única finalidad de que se cumpliera el conjuro sagrado de la hija del alguacil. Supe con certeza, también, que uno de ellos vendría a encontrarme, que nada ni nadie podría librarme de aquel horror.
Y ocurrió. Fue una noche de aquel mismo verano, con una música de grillos desatada, palpitante como un zumbar de oídos. Dos ojos, los del leproso, me miraron ardientemente desde lo negro y yo intuí enseguida que aquello ya no era la probable mentira de las manchas de la pared ni las presencias inciertas del fondo del espejo. Por primera vez iba a tropezarme con la realidad. Estaba tan segura de ello como de que iba andando hacia el «Sándwich» y tenía que atravesar aún toda la calle Soldado Ruiz, tan oscura, con las bombillas reventadas por culpa de aquellos cafres del preu. Eso decía la gente que eran los estudiantes, pero yo adivinaba que las destrozaban ellos en corros salvajes y desesperados. Envueltos en vendas purulentas, hambrientos, porque nadie quería darles pan, ni agua, porque todos huían con un «Dios te remedie» o les tiraban piedras, esas mismas piedras que lanzaban luego ellos contra las luces para que todo quedara oscuro, solo con el desigual frenesí de la candelilla de las ánimas. Sí, eran ellos, multitud de leprosos con pedruscos, bailando, sollozando, riendo, cantado a gritos: «¡Impuro! ¡Impuro!…». Borrachos, tambaleándose, cayendo por los suelos.
Se apoyaba en la agrietada pared de la «Posada del Gordo», apuntalada con vigas desde que la desalojó el Ayuntamiento porque dijeron que amenazaba ruina. Eché a correr sintiendo que las tinieblas se me enganchaban en los pies y me querrían frenar. De la cesta se escapó volando la servilleta y quedó toda extendida, cuadrada, al lado del bordillo. No me paré a recogerla porque a mis espaldas se sentía ya el resuello ronco y enorme, como de toro, y un latir cordial apresurado por la carrera. Llegué al «Sándwich» sin aliento, trémulas las manos. Mi padre sumaba en el libro del Debe y del Haber, dentro de aquella garita de vidrio casi zoológica. Una obcecada mariposa de abdomen peludo y gordísimo chocaba una vez y otra vez contra la lámpara, caía al suelo, levantaba de nuevo el torpe vuelo… En un rincón del bar el único cliente daba lengüetazos reflexivos a una cuchara colmada de Chateaubriand de merengue. Le entregué la cesta a mi padre que, distraídamente, preguntó por la servilleta. Después dijo: «Tu madre sólo sabe guisar patatas. Todos los días de Dios, patatas». Detrás de sus gafas su mirada opaca resbaló con el dobladillo de mi falda. Yo me senté de cara a la puerta, junto al velador donde colocaban los periódicos. Manolo el camarero secaba vasos: «¿Qué hay?», saludó. Yo sonreí, pero él ya se había vuelto para conectar la televisión. Unas rayas veloces, inútiles, cruzaban la pantalla de derecha a izquierda. Nacían y morían. Manolo dijo: «Es una birria. Falla. La semana pasada, igual». «¿No vino todavía el técnico?», preguntó la señora Irene. «Sí, pero aún la dejó peor». Desenchufó y en el «Sándwich» aterrizó plano y excesivo el silencio. Al momento comenzó a oírse el sereno reptar de la escoba que manejaba la señora Irene. A lo mejor se asoma, pensé entonces. Pero enseguida me tranquilicé: con la cara destrozada, sin nariz, ¿cómo iba a atreverse?
La escoba arrastraba serrín mojado que de amarillo se había vuelto pardo y se mezclaba con colillas y palillos, hacía crujir un envoltorio de chocolate lleno de estrellas. «¿Qué, cómo van esos estudios? ¿Te dieron ya las notas?», preguntó la señora Irene. Mi padre contestó con la boca llena que yo había tenido dos notables. Ella paró de barrer y apoyó la barbilla en el mango de la escoba. Explicó que a su hijo pequeño le habían suspendido las matemáticas pero que Santiaguín había sacado todo con matrícula de honor. Siguió hablando de sus hijos, elogiándolos. Llevaba un peinado alto, duro y negro. Los labios de papá se estiraban hacia las orejas en un gesto fofo que igual podía revelar orgullo, condescendencia que un profundo sentimiento de estafa. Trabajaba todo el día en los Astilleros del Puerto y por la noche llevaba las cuentas del «Sándwich». Cuando la guerra civil lo ascendieron a capitán «por méritos en campaña» y alguna sobremesa aún se animaba narrando historias de moros y falangistas, la batalla del Ebro. Pero mamá lo cortaba, se le reía a la cara diciendo que aquello era agua pasada pues ahora él no era nadie.
Delante del bar, extendida como una alfombra, estaba la luz. Un rectángulo cálido, acogedor; en la esquina, la inquietante lucecilla de las ánimas y un poco más allá la calle Soldado Ruiz con la «Posada del Gordo». Una mañana de invierno la brigadilla echó al Gordo y a su mujer de la casa. Llovía y los muebles, los colchones y el pañuelo de la vieja, la suegra del Gordo, se iban empapando mientras los cargadores peleaban con un cajón muy grande que llevaba varios letreros de «frágil». Al fin pudieron izarlo y el Gordo y su familia partieron en el camión, fláccidas las ropas, pegadas al cuerpo. Luego, cuando los obreros apuntalaron el casón, fuimos con Pepe Museros, Emerín, Miguel Taus, Amparito y toda la pandilla, a mirar. La posada había quedado vacía, hueca, como una enorme cáscara y luego se fue llenando de ratas, gatos abandonados y… leprosos. Yo adiviné enseguida que él se escondería allí. Lo supe desde que lo soñé rubio, con los pies envueltos en trapos, huyendo carretera adelante, increíblemente ágil, con la mirada terca.
El «Sándwich» se iba animando. Hombres que se instalaban en la barra, alrededor de las mesas, con ese aire desenvuelto que adquieren cuando no van con sus mujeres. Era ese tiempo
apacible que media entre la cena y el sueño y ellas debían estar con sus críos, fregando los cacharros en la cocina. El chino Musné apartó la cortina de canutillo, tenía un negocio de bicicletas en la calle Mayor y su hijo venía a clase conmigo. El chino deba chupadas a un puro. Se le apagó y entonces fue a instalarse bajo la lámpara: miró con interés la punta del cigarro, se disponía a encenderlo… Yo le explicaba a mi padre que Isabel y mamá habían vuelto a reñir. Siempre peleaban por lo mismo: las dichosas clases de pintura. Mamá opinaba que una mujer es para su casa y el marido, no para correr como una perdida, pintando paisajes. Pero Isabel, esta tarde, pegó un portazo y desapareció con el caballete. A papá las cosas de Isabel le iluminaban los ojos, con unos reflejos enérgicos que lo identificaban con ella, en un parecido que normalmente ni se notaba. «Esa chica tiene nervio», pronunció despacio, soñadoramente. Y la piel de la manzana que iba pelando caía toda una pieza, formando una cinta movible y larga, como un gusano. Como aquellos gusanos que yo había soñado la noche anterior. Se me metían por la planta del pie y perforaban mi cuerpo en cavernas interminables. Algunos me salían por los oídos y por la boca. Yo cogía la extremidad de uno de ellos y la iba arrollando a un carrete de hilo vacío. Alguien me decía: «Cuidado. Ves despacio. Si lo rompes, nunca podrás sacarlo».
Mi padre terminaba de cenar. Recogía el plato, el cubierto, cerraba la fiambrera y le pidió a Manolo una servilleta de papel. Ahora no tendría más remedio que salir del «Sándwich»,
enfrentarme con lo que tenía que pasar. Tuve miedo. Los brazos me ardieron y, casi enseguida, me recorrió un escalofrío, igual que cuando lo había descubierto a él apoyado en el muro. Decidí quedarme en el bar. Mi padre solía acaba a eso de la una: me iría con él. «He pensado pronuncié vacilante que me quedaré aquí contigo, te esperaré hasta que acabes». «Ni hablar. Largo. Ya basta con que uno pierda la noche». Se había sentado de nuevo dentro de la garita. Contaba dinero.
No me quedó más remedio que agarrar la cesta y lenta, muy lentamente, caminar hacia la puerta. En el tocadiscos gritaba apasionada la Mahalia y a mí se me saltaron las lágrimas. Estaba tan segura de lo que iba a pasar que podría explicarlo igual que si lo hubiera vivido ya: yo canaría hasta la calle Soldado Ruiz, allí, antes de llegar a la lamparilla que arde bajo el Ecce Homo, me saldría al paso el leproso y pronunciaría algo que quizá yo no entendería. Una frase como: «Buenas noches, guapa». Yo, entonces, intentaría escapar pero él lo impediría. Forcejearíamos. Después me agarraría los brazos y yo sentiría sus pulgares poderosos en las muñecas, el corazón como un ahogo insoportable. Más tarde, mientras me apretara contra la pared, iría descubriendo su cara blanquísima e increíblemente hinchada, sin cejas ni labios. En vez de orejas el horror de aquellos racimos sanguinolentos, bulbosos, como asquerosos tubérculos…
Concha Alós