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Reflejos de luz y oscuridad, poemario de Ana Martín Álvarez

Gabriel Isak

Gabriel Isak

Es  frecuente en estas fechas  recordar el pasado, reflexionar sobre el presente y pensar sobre las consecuencias de nuestros actos en el futuro. De alguna manera valoramos nuestra vida y nuestro  comportamiento a lo largo de, como mínimo, los doce últimos meses.

Esta idea no es nueva: hace más de un siglo Charles Dickens se empleó a fondo para fijar el espíritu tradicional de la Navidad clásica. Y si algo tienen los clásicos es que siempre están de actualidad. Fantasmas victorianos aparte, es una época en la que es útil recordar que no todo dura para siempre: ni lo bueno, ni lo malo.  Y allá cada cual.

Nosotros, por nuestra parte, nos situamos en la línea de actuación  que hemos elegido desde el primer momento: no queremos convivir con la cobardía,  con la mezquindad o con lo manido y ofrecemos nuestro proyecto con generosidad. Nos comprometemos con el trabajo bien hecho, y nos aferramos al valor de la palabra como herramienta de creación.

En este momento en que acaba de finalizar un año y da comienzo otro nuevo queremos presentaros un poemario que muestra también el final y el principio, la herida y la curación,  la destrucción y la esperanza, la luz que se puede ver desde el fondo del pozo.

Martín Álvarez, A. (2022) Reflejos de luz y oscuridad. Astorga: Marciano Sonoro.

Martín Álvarez, A. (2022) Reflejos de luz y oscuridad. Astorga: Marciano Sonoro.

 

Reflejos de luz y oscuridad / Ana Martín Álvarez
Astorga : Marciano Sonoro, 2022
ISBN: 978-84-125259-5-3

¿Quieres leer esta obra? Puedes hacerlo porque ya está incluida en los fondos bibliográficos en la Universidad de León 

De momento, os dejamos el prólogo de la obra, de la mano de Inés González Cabeza, a quien los seguidores del club conocen sobradamente (La casa” de Paco Roca, “El jugador de ajedrez”, cómic de David Sala + “Novela de ajedrez”, de Stefan Zweig)

A ella, a la autora de la obra y a la editorial Marciano Sonoro agradecemos la posibilidad de compartir estas palabras con todos nuestros lectores.

Prólogo de la obra
Poemas para una catarsis

Recuerdo vívidamente la mañana de primavera del año 2019 en la que Ana me dijo que se había caído dentro de un pozo. Intentó escalar por las paredes y gritar auxilio, pero nadie parecía escuchar su subterránea súplica. Estaba asustada. Estaba sola. Y yo temí, en lo más profundo de mi ser, que jamás sería capaz de salir de allí. Afortunadamente, me equivoqué.

Me gusta pensar que este libro, más que un poemario, es la crónica de un rescate. Desde el interior del pozo, agarrándose firmemente a una cuerda salvadora, Ana consiguió salir a la superficie.

¿Quién lanzó la indispensable cuerda? En primer lugar, la música, que le enseñó que incluso el sufrimiento más intenso es un estado provisional y que la visión de una sombra siempre implica la existencia de luz. En segundo lugar, la poesía, cuyo fin, decía el brillante filólogo, no es otro que la emoción. En tercer lugar, pero no por ello menos importante, las personas. Así como Dante atravesó el Infierno con la guía de Virgilio y, en sus momentos de mayor locura, Alonso Quijano pudo confiar en el juicioso Sancho, Ana tuvo la fortuna de contar con leales compañeros, algunos profesionales (meteorólogos capaces de saber cómo evolucionará la tormenta, como ella los llama) y otros simples amigos y familiares, ignorantes de casi todo, pero siempre dispuestos a acompañarla en su viaje a la superficie y a seguir tirando hasta llegar, al fin, a vislumbrar el otro extremo de la cuerda.

Esta es una historia real. O, al menos, es una forma de explicar lo que verdaderamente sucedió. La pérdida de un ser querido, el duelo, la ansiedad, el miedo a olvidar quién eres más allá del dolor, la angustia ante la posibilidad de que este nunca desaparezca… El pozo de Ana tiene todos estos nombres. No es un pozo especial, todas las fincas tienen uno. Y todos conocemos a alguien que ha tenido la desgracia de caerse dentro. El problema es que nunca pensamos que seremos nosotros los siguientes en caer.

Mucho se ha hablado de la metáfora como fórmula literaria para explicar lo inefable. Nada sería yo capaz de añadir a las pulidas teorías sobre la estructura del lenguaje y el pensamiento humanos que manifiestan que, pese a que sabemos que ni el pozo, ni la cuerda, ni la luz al otro lado existieron en esta historia, encontramos en estas palabras todos los elementos estructurales de la compleja realidad a la que sustituyen. A menudo, las personas intentamos procesar lo que nos sucede mediante transmutaciones lingüísticas que portan ecos de verdad y que nos ayudan, como decía el filósofo, a alcanzar lo remoto y lo indescriptible a través de lo próximo y lo banal.

Bien conocido es, así mismo, el potencial terapéutico del arte y, en concreto, de la escritura. Ana, de hecho, empezó a escribir por prescripción profesional (cosas de meteorólogos) y tuvo que aprender lentamente a seleccionar las palabras adecuadas para describir su conmoción vital. Este duro ejercicio de introspección comenzó como una tarea más que completar, un deber que cumplir consigo misma, pero muy pronto se convirtió en afición artística y, más tarde, en vocación personal. Recuerdo cuando me hablaba de sus primeros textos, plagados de anhelos y conjeturas sobre vidas posibles. Cultivaba el cuento, la epístola, el epigrama… Poco a poco, la pasión por la música y la lectura de versos ajenos terminaron por dotarla de una suerte de visión poética, de percepción lírica del mundo, una singular cualidad que se aprecia en cada uno de los poemas que componen este libro.

A fuerza de leer y escribir poesía, Ana aprendió a pensar en verso. De ahí la miríada de memorables imágenes que pueblan su poemario y que permanecen en el recuerdo incluso tras la más superficial de las lecturas. La más evidente de todas es la que vertebra el conjunto de la obra, que presenta una perspicaz división tripartita: Pozo, Cuerda y Superficie, tres estadios en los que dividir simbólicamente su experiencia y tres títulos bajo los que aglutinar temáticamente sus composiciones. Más allá de esta ingeniosa estructura, en su intento de describir lo informe y de expresar lo abstracto, la autora recurre a un sinfín de metáforas que le ayudan a manifestar sus emociones, conformando un universo poético absolutamente propio que se fundamenta, sobre todo, en tres pilares.

Por un lado, la evocación de fenómenos naturales y meteorológicos. Huracán, ciclón, tsunami. Las oscuras nubes y la luz que se filtra entre ellas. El flujo del agua, un lodazal, el paso de las estaciones. El dolor y la dicha adoptan en sus poemas todas estas formas, lo cual nos invita a comprender sus sentimientos como algo igualmente natural, poderoso y cambiante.

Por otro lado, las dicotomías absolutas. El contraste entre noche y día, tristeza y alegría, frío y calor, temor y esperanza expresa la búsqueda de una realidad complementaria a la vivida, una ilusión de otro sentir y otro momento.

Finalmente, destacan las metáforas cinéticas o de viaje. Los conceptos de inercia, de avanzar en un vehículo, navegar en una barca, estar perdida en alta mar, caminar por un sendero o atravesar un valle oscuro en dirección a la luz son tan solo algunas de las reelaboraciones artísticas de su experiencia vital que la autora nos propone en sus textos. Especialmente impactante es también la idea del yo como un edificio, una entidad susceptible de ser derribada y reconstruida, que puede adoptar el rol de celda o cárcel, y que puede ser habitada por monstruos o fantasmas, como una suerte de casa encantada.

Sé que Ana está convencida de que este es un libro triste. Sin embargo, mis lecturas de sus poemas me han revelado que, por cada verso dedicado al desgarro, hay uno a la enmienda. Por cada lamento por quien ya no está, hay un elogio a quien sigue aquí. A cada tormenta le corresponde un anticiclón. En los momentos más oscuros, todos podemos llegar a olvidar los pequeños instantes de luz de los que se compone la existencia, y recordarlos no es una tarea nada fácil. Ana necesitó años, amigos, poemas, canciones y un arsenal de paciencia para hacerlo. Gracias a este logro, ha conseguido componer un libro que rinde honor a más de una vida.

Hoy, Ana se encuentra ya a salvo en la superficie. Quienes la conocemos sabemos bien que el recuerdo del pozo permanece, que se cierne sobre ella en la noche cerrada y amenaza con reclamarla hacia su recóndito interior. Enfrentarse a esta perpetua sombra es una hazaña reservada solo a los más valientes, pero, como diría ella, “qué es la valentía / sino caminar / a pesar del miedo”.

 

Inés González Cabeza
Agosto de 2022

Día Mundial de la serpiente

El 16 de julio se celebra cada año el Día Mundial de la serpiente

Pocos animales  poseen un simbolismo tan poderoso y complejo como la serpiente. Presente en los mitos fundacionales de la mayor parte de las civilizaciones, se le atribuían poderes sobrenaturales y se la considera transmisora a los mortales de la voluntad de los dioses. Su rica iconografía  es una referencia que puede mostrarse de forma tanto positiva como negativa.

A lo largo de la historia la serpiente ha simbolizado:

  • La sabiduría, la perfección, la prudencia, la astucia, la riqueza.
  • La salud, la fortaleza, la longevidad, el rejuvenecimiento, la curación, la Medicina (recordemos la vara de Esculapio).
  • La vida, la resurrección, la regeneración psíquica  y la inmortalidad:
      • El alma se reencarna  igual que la serpiente renueva su piel.
      • La eternidad: aquello que sin interrupción se gesta a sí mismo.
      • El tiempo y sus ciclos.
  • Como casi todos los símbolos primitivos presenta una dualidad: es la luz (física y espiritual), pero también es la sombra y la oscuridad.
  • El pecado, el vicio, el mal.
  • El engaño.
  • La energía sexual.
  • Las pasiones humanas.
  • El deseo físico y espiritual de eternidad.
  • Los poderes psíquicos.
  • La muerte y la guía que acompaña a los difuntos al otro lado.
  • La fuerza de la energía telúrica de la Tierra.

Toda esta carga simbólica se plasma en historias, leyendas y mitos a través de los que el hombre ha intentado comprender, interpretar  el mundo  y representar sus ideas. La serpiente se convierte así en una figura muy literaria. Como en este poema de Raquel Lanseros que puedes encontrar en la página 127 de la obra:

Díez, V. M. et al. (2007) Diez nuevas voces de la poesía leonesa : 2o Congreso de Literatura Leonesa Actual, in 2007 Trobajo del Camino (León): Edilesa. p.

La serpiente, de Raquel Lanseros

¿Habéis oído contar que existe una serpiente
cuyo malévolo método de ataque
es fingirse sin vida e indefensa
en el fondo del lago?

Las presas, confiadas en su muerte,
se acercan desarmadas
para pagar muy cara esa inocencia última
de allegarse al verdugo.

Igual que una serpiente fingidora
el tiempo suele darnos la ventaja
de pensar que no existe amenaza.

La juventud, efímera y hermosa,
lo retiene, cobarde, en el fondo del lago.
Y nosotros bailamos, ignorándolo,
sin poder comprender, en nuestro vano empeño,
la traición que nos tiene preparada.

Adulador, el tiempo finge que nos regala
todo lo que ya sabe
que en breve ha de quitarnos.

Cuando vemos su rostro de serpiente,
cuando al fin del ardid nos percatamos,
suele ser ya muy tarde, muy de noche,
y estamos casi siempre demasiado cansados.

¿Qué te parece el poema? ¿Lo conocías? ¿Conoces a la autora? ¿Cuál crees que es el tema de estos versos? ¿te parece acertado el modo en el que la figura de la  serpiente sirve para expresar ese tema?

Déjanos un comentario. Entre todos ellos sortearemos un ejemplar del libro en el que este poema aparece. No te preocupes si no te contestamos de inmediato (cosas del verano…) : archivaremos las respuestas y efectuaremos el sorteo el día de la inauguración del curso académico 2022-2023.

¡Suerte!

Reseñando libros de Ciencias Sociales en redes. 2

Proyecto Reseñando libros de Ciencias Sociales en Redes

Con el objetivo de mejorar la capacidad lectora, analítica, de comunicación y debate del alumnado nace el  Proyecto “RESEÑANDO LIBROS DE CIENCIAS SOCIALES EN REDES”, que elaborará video-reseñas cuyo contenido serán cuatro títulos afines a las ciencias económicas y sociales. Estos vídeos se utilizarán como material docente además de difundirse en redes redes sociales a través de los recursos y canales de la biblioteca.

Alumnos y profesores colaborarán en todas las partes del proceso: debate, preparación de guiones, grabación, edición, gestión de foros, análisis y valoración de las lecturas.

Alfredo Macías Vázquez, Profesor en el Departamento de Economía y Estadística de la Universidad de León, es el coordinador de esta iniciativa. Te invitamos a unirte al proyecto. Estas son nuestras cuatro propuestas de lectura, todas ellas en torno al ámbito temático del origen del capitalismo:

  1. El origen del capitalismo : Una mirada de largo plazo   de Ellen M. Wood
  2. La gran transformación : Crítica del liberalismo económico   de Karl Polanyi
  3. La ética protestante y el espíritu del capitalismo   de Max Weber
  4. La llamada acumulación originaria (Capítulo XXIV de El Capital) de Karl Marx

“La Gran Transformación”, Karl Polanyi

Nuestra segunda elección es la obra “La Gran Transformación”, de Karl Polanyi, publicado por vez primera en 1944, siendo objeto de tres ediciones en castellano.  Desde la Biblioteca de la Universidad de León podemos ofrecerte el préstamo de varios  ejemplares físicos 

El vídeo de guía a la lectura de la obra está a cargo de:

  • Alfredo  Macías Vázquez – Profesor en el Departamento de Economía y Estadística, Universidad de León
  • José A. Morillas del Moral – Investigador en el Departamento de Economía y Estadística, Universidad de León
  • Iván de las Heras Tranche – Asistente de investigación en la Universidad del Rosario (Colombia).

 

 

 Karl Polanyi, autor del libro "La gran transformación"

Karl Polanyi (1886-1964) , autor del libro “La gran transformación”

Polanyi hace un recorrido por las transformaciones económicas y sociales experimentadas durante el proceso de formación del capitalismo. Su tesis fundamental es que el liberalismo económico promocionó el progreso al precio del sufrimiento social. Con la conversión del trabajo, la tierra y el dinero en mercancías (ficticias), se genera una dinámica de destrucción de la sociedad.

Polanyi diferencia los conceptos de “mercado” y de “economía de mercado”. Lo novedoso de esta última es que subordina las bases materiales de la subsistencia humana a la lógica del mercado autorregulado. Posteriormente, Polanyi analiza magistralmente dos cuestiones:

  1. Por un lado, cómo la promulgación de la Ley de Speenhamland (1795) creó las condiciones para un “capitalismo” sin mercado de trabajo, que en realidad protegió los intereses económicos de los sectores más conservadores de la sociedad.
  2. Por otro lado, cómo la incomprensión por parte de los pensadores de la época sobre la naturaleza del proceso de pauperización asociado al origen del capitalismo, condujo a la elaboración de teorías económicas que empeoraron las condiciones sociales, apostando por la creación un mercado libre de trabajo a partir de la década de 1830.

Puedes empezar reflexionando sobre alguno de estos interrogantes:

  • ¿Qué te ha parecido el libro?
  • ¿Te ha resultado difícil de leer y/o comprender?
  • ¿Qué caracteriza esencialmente a una economía de mercado?
  • ¿Por qué el trabajo, la tierra y el dinero son mercancías ficticias? ¿Qué diferencia existe entre los mercados regulados y el mercado autorregulado?
  • ¿El mercado tuvo siempre una posición hegemónica en la economía?
  • ¿Por qué el maquinismo condujo a una economía de mercado?
  • ¿Por qué la Ley de Speenhamland derivó en una catástrofe social?
  • ¿Por qué las respuestas políticas al incremento de la pobreza agravaron dicho problema?
  • ¿Por qué la naturalización de las leyes económicas (“el hambre domesticará”) fue tan importante en la consolidación definitiva del capitalismo durante el siglo XIX?

    Joseph Townsend (A Dissertation on the Poor Laws, 1786)

    Joseph Townsend (A Dissertation on the Poor Laws, 1786)

Para participar

Puedes ver el vídeo que han elaborado tanto en el portal de vídeos de  la Universidad de León como en el propio canal de Youtube del Proyecto Reseñas. 

Y después te invitamos a participar con tus opiniones y comentarios en los canales que el grupo de trabajo ha creado para ello:

Reseñando libros de Ciencias Sociales en redes. 1

Con el objetivo de mejorar la capacidad lectora, analítica, de comunicación y debate del alumnado nace el  Proyecto “RESEÑANDO LIBROS DE CIENCIAS SOCIALES EN REDES”, que elaborará video-reseñas cuyo contenido serán cuatro títulos afines a las ciencias económicas y sociales. Estos vídeos se utilizarán como material docente además de difundirse en redes redes sociales a través de los recursos y canales de la biblioteca.

Alumnos y profesores colaborarán en todas las partes del proceso: debate, preparación de guiones, grabación, edición, gestión de foros, análisis y valoración de las lecturas.

Alfredo Macías Vázquez, Profesor en el Departamento de Economía y Estadística de la Universidad de León es el coordinador de esta iniciativa. Te invitamos a unirte al proyecto. Estas son nuestras cuatro propuestas de lectura, todas ellas en torno al ámbito temático del origen del capitalismo:

  1. El origen del capitalismo : Una mirada de largo plazo   de Ellen M. Wood
  2. La gran transformación : Crítica del liberalismo económico   de Karl Polanyi
  3. La ética protestante y el espíritu del capitalismo   de Max Weber
  4. La llamada acumulación originaria (Capítulo XXIV de El Capital)   de Karl Marx

 

Comenzamos con el título “El origen del capitalismo”, de Ellen M. Wood, publicado por vez primera en 1999, aunque la edición revisada  vio la luz en 2022 (Verso Books).  Desde la Biblioteca de la Universidad de León podemos ofrecerte el préstamo de ejemplares físicos así como el acceso a ejemplares en formato electrónico. 

El vídeo de guía a la lectura de la obra está a cargo de :

  • Alfredo  Macías Vázquez.- Profesor en el Departamento de Economía y Estadística, Universidad de León
  • José Luis Paramio Aparicio.- Estudiante del Grado en Economía de la Universidad de León
  • Raúl Rodríguez García:- Estudiante del Grado en Economía de la Universidad de León

Puedes ver el vídeo que han elaborado tanto en el portal de vídeos de  la Universidad de León como en el propio canal de Youtube del Proyecto Reseñas.  

Y después te invitamos a participar con tus opiniones y comentarios en los canales que el grupo de trabajo ha creado para ello:

Puedes empezar reflexionando sobre alguno de estos interrogantes:

  • ¿Qué te ha parecido el libro? ¿Te ha resultado difícil de leer y/o comprender?
  • ¿Qué nos dice el origen del capitalismo sobre la naturaleza del propio sistema?
  • ¿El capitalismo es el estado natural de la humanidad, incubado desde tiempos ancestrales, tal y como se ha defendido durante largo tiempo?
  • ¿El capitalismo es una construcción históricamente específica, con un principio y un final?
  • ¿El capitalismo nació en el campo o en la ciudad?
  • ¿Tuvo un origen nacional en Inglaterra?
  • ¿El absolutismo representó una fase de transición al capitalismo o un reforzamiento del feudalismo?
  • ¿La revolución francesa fue importante en el surgimiento del capitalismo?
  • ¿El trabajo asalariado es un elemento constitutivo del capitalismo o un resultado de su desarrollo?

Según la autora, el capitalismo no es ni una consecuencia inevitable de la naturaleza humana, ni una mera expansión de las prácticas mercantilistas del medievo. En un contexto espacial y temporal específico, el capitalismo necesitaba una transformación radical previa de las relaciones sociales de producción. A partir de una introducción formidable y accesible a los debates históricos en torno al nacimiento del capitalismo (los modelos mercantilista y demográfico, el debate Hilton-Sweezy, el debate Brenner,…), realiza una valiosa interpretación de su evolución, con importantes lecciones para el presente.

Posteriormente, Ellen M. Wood nos expone su teoría del capitalismo agrario, diferenciando claramente la evolución de las sociedades inglesa y francesa. Discrepa de la concepción de Perry Anderson sobre el absolutismo y considera que la revolución francesa tuvo un carácter marginal en la transición al capitalismo. Dedica la última parte de su trabajo a conectar la transición del capitalismo agrario al capitalismo industrial y su expansión durante el siglo XIX.

Y ahora, participa en el debate en:

El leproso, de Concha Alós

EL LEPROSO

Siempre estaba encontrando a los leprosos. Eran tres, a veces más, y de noche se instalaban junto a mi cama envueltos en un sudario, me miraban inmóviles. Mis hermanas, que dormían en el mismo  cuarto  que  yo,  nunca  se  dieron  cuenta.  Clara  tenía  relaciones  con  un  recaudador  de contribuciones que sabía tocar la guitarra. Por mayo, desatado todo el perfume de los naranjos, venía con un grupo de amigos para cantarle serenatas bajo el balcón. Yo atisbaba por la rendija de la persiana y los miraba bramar Malva buganvilia y Te adoro, chavalita y, después, pasarse una bota de vino, beber al galillo. El recaudador vestido de gris llevaba corbata celeste y tenía una nuez abultada que le subía y le bajaba al pasarse el vino… Mi hermana, cuando marchaban, se quedaba desvelada y caminaba por el pasillo de la planta baja, hasta que mi padre, apoyado en el pasamanos de la escalera, alborotados los finos cabellos en lo alto de la cabeza, le gritaba: «Muchacha. Ya está bien de paseos». Entonces, Clara, refunfuñando, volvía a la cama. Pero ni Clara, tan aficionada a moverse en la oscuridad, ni Isabel, hablaron nunca de fantasmas ni de leprosos.

Yo, que a solas oía nudillos que llamaban y al volverme encontraba la puerta entreabierta y asomando  por  ella  piltrafas  de  mano,  hubiera  querido  contárselo  a  alguien.  Pero  mi madre  se contemplaba en un espejo oval, se depilaba las cejas y el bigote con unas pinzas; se quedaba absorta ante la televisión o meditaba errante la mirada en las cartas de una baraja extendida sobre la mesa, componiendo abarrotados solitarios… Ni me hubiera escuchado. Prefería cantar, explicar de nuevo las anécdotas de su padre el general, enseñarnos ñoñas fotografías mientras hablaba de su madre perfumada,  más  señora  que  nadie al  tiempo  que  mascaba  chicle,  lo  estiraba,  en  la  tarde interminable  y  calurosa,  formaba  pompas  inverosímiles  con  él.  No…,  a  papá  tampoco.  Estaba demasiado ocupado. No podía andarle con aquello. Me hubiera llamado loca o… vete a saber. Y a mis hermanas no les interesaba yo. Clara se quería casar con el recaudador y bordaba enfebrecida sábanas y servilletas. Isabel soñaba en ser pintora y cuando acababa su jornada en la «boutique», escapaba a pintar al natural a paso ligero, cargada con una gran carpeta. Casi tan grande como ella, que era redondita y baja.

Estaba bien segura de que existían lugares llenos de lepra. Los soñaba por la noche. Veía una colina presidida por una fábrica de chimeneas cilíndricas y desiguales, algunas muy largas. Otras, simples agujeros en el tejado. Lo curioso era el polvillo gris que flotaba por el aire que hacía toser, se posaba sobre las cosas y la hierba en capas finísimas que se elevaban al menor soplo para volver a caer en seguida. Los leprosos desfilaban en una procesión que nacía al otro lado de la montaña, que no acababa nunca. Llevaban cirios encendidos y cantaban misereres, clamando perdones, no sé qué perdones… El otro era un pueblo cercado por un río. En realidad no se trataba de un pueblo propiamente  dicho,  más  bien  era  una  carretera  cruzada  continuamente  por  automóviles  a  toda velocidad, coches que no paraban nunca y creo que jamás se pudo pasar de una acera a la acera de enfrente. En cada una de las casas había un leproso tapiado. Allí la enfermedad era endémica y se consideraba peor que un crimen llevar al leproso a un Sanatorio, lejos del calor familiar. Elegían la mejor habitación y tapiaban la puerta con ladrillos. Dejaban sólo una abertura para pasar la comida, el orinal… Los domingos la familia se reunía en el cuarto vecino. Chismorreaban en voz alta, leían el diario, contaban chistes… Del hueco abierto en el tabique llegaba la voz del leproso que, a medida que el tiempo pasaba, se iba volviendo ronca, inaudible. Y un hedor profundo, de perro, mortal.

«El leproso manchado de lepra, llevará rasgadas las vestiduras, desnuda la cabeza, cubrirá su barba e irá clamando: ¡Inmundo, inmundo…!». Corría el mes de junio y empezaron las vacaciones. Yo leía la Biblia. Isabel había llegado de la calle y salió también al patio, con su carpeta. La parra tamizaba el sol de las seis, metamorfoseaba su luz hasta volverla verde. Isabel comenzó a sacar sus dibujos de uno en uno. Los ponía a distancia, achicaba los ojos y   con el lápiz carbón corregía ángulos  volviéndolos  redondos,  transformaba  las  líneas  curvas  en  rectas.  Sombreaba  porciones blancas. Alargaba, acortaba, perfectamente absorta. De pronto cogió una de las láminas y en un arranque la rasgó en pedazos. Lloraba de rabia. Después los fue recogiendo del suelo, y los partió en trozos  más  pequeños  hasta  que  el  sendero  entre  los  parterres  quedó  blanquecino,  cubierto  del improvisado confeti. Mi madre, que se mecía en el balancín le gritó: «Ahora mismo coges la escoba y los barres…». Isabel obedeció sin mirarla, como si la orden no hubiera partido de ella sino de una nube y actuara a impulso de alguna voz sobrenatural. Se sonaba los mocos, lloraba aún. Cuando desapareció en la casa mamá masculló: «Loca. Más loca que mi suegro», y desabrochándose la blusa de dibujos lagarteranos se miró repentinamente interesada el nacimiento de los senos. Volvió a anudar la blusa. Fue en ese momento cunado llegó Clara y explicó lo de la beata. La Virgen se había aparecido a la hija de un alguacil de Bechí, llena de resplandores, y le había anunciado que se disponía a curar a todos los enfermos del término municipal. Bastaba que acudieran a un lugar determinado del monte, que metieran la mano dentro de un río que fluía y se santiguaran, marcaran la santa cruz… Isabel, que colocaba sus paisajes en la carpeta, empezó a reírse con unas carcajadas amargas, como si se vengara de algo y mamá le chilló indignada que desde que trataba con artistas había  perdido  la  gracia  de  Dios.  Y se  puso  a  explicar  otra  vez  aquello  que  nos  sabíamos  de memoria: lo de su abuela conversando con el ánima condenada de su segundo marido: «Si eres criatura del Señor dime si puedo ayudarte…». El aire se iba impregnando del perfume intensísimo y pasado de la glicina, ya en la segunda floración, perdiendo todos sus pétalos. La radio soltaba «la española cuando besa» a todo trapo y el relato de mi madre se volvía por momentos más prolijo y vago  como  siempre  que,  llena  de  vino,  inventaba  historias.  Yo  temblaba  pues  me  invadió  la seguridad de que Bechí no debía andar lejos del pueblo de mis leprosos: «Si a uno se le caen los pelos de la cabeza y se queda calvo, es calvicie de atrás; es puro. Si los pelos se le caen a los lados de la cara, posterior o anterior, apareciese llaga de color blanco rojizo, es lepra que ha salido en el occipucio o en el sinipucio. El sacerdote lo examinará, y si la llaga escamosa es de un blanco rojizo, como el de la lepra en la piel de la carne, es leproso; es impuro, e impuro lo declarará el sacerdote, pues  el leproso  de la  cabeza…».  Alguien  derrumbaría los  tabiques  y  ellos  acudirían  al río  para limpiarse, mudos, sin gritos bíblicos, con la única finalidad de que se cumpliera el conjuro sagrado de la hija del alguacil. Supe con certeza, también, que uno de ellos vendría a encontrarme, que nada ni nadie podría librarme de aquel horror.

Y ocurrió. Fue una noche de aquel mismo verano, con una música de grillos desatada, palpitante como un zumbar de oídos. Dos ojos, los del leproso, me miraron ardientemente desde lo negro y yo intuí enseguida que aquello ya no era la probable mentira de las manchas de la pared ni las presencias inciertas del fondo del espejo. Por primera vez iba a tropezarme con la realidad. Estaba tan segura de ello como de que iba andando hacia el «Sándwich» y tenía que atravesar aún toda la calle Soldado Ruiz, tan oscura, con las bombillas reventadas por culpa de aquellos cafres del preu. Eso decía la gente que eran los estudiantes, pero yo adivinaba que las destrozaban ellos en corros salvajes y desesperados. Envueltos en vendas purulentas, hambrientos, porque nadie quería darles pan, ni agua, porque todos huían con un «Dios te remedie» o les tiraban piedras, esas mismas piedras que lanzaban luego ellos contra las luces para que todo quedara oscuro, solo con el desigual frenesí de la candelilla de las ánimas. Sí, eran ellos, multitud de leprosos con pedruscos, bailando, sollozando, riendo, cantado a gritos: «¡Impuro! ¡Impuro!…». Borrachos, tambaleándose, cayendo por los suelos.

Se apoyaba en la agrietada pared de la «Posada del Gordo», apuntalada con vigas desde que la desalojó el Ayuntamiento porque dijeron que amenazaba ruina. Eché a correr sintiendo que las tinieblas se me enganchaban en los pies y me querrían frenar. De la cesta se escapó volando la servilleta y quedó toda extendida, cuadrada, al lado del bordillo. No me paré a recogerla porque a mis espaldas se sentía ya el resuello ronco y enorme, como de toro, y un latir cordial apresurado por la carrera. Llegué al «Sándwich» sin aliento, trémulas las manos. Mi padre sumaba en el libro del Debe y del Haber, dentro de aquella garita de vidrio casi zoológica. Una obcecada mariposa de abdomen peludo y gordísimo chocaba una vez y otra vez contra la lámpara, caía al suelo, levantaba de nuevo el torpe vuelo… En un rincón del bar el único cliente daba lengüetazos reflexivos a una cuchara  colmada  de  Chateaubriand  de  merengue.  Le  entregué  la  cesta  a  mi  padre  que, distraídamente, preguntó por la servilleta. Después dijo: «Tu madre sólo sabe guisar patatas. Todos los días de Dios, patatas». Detrás de sus gafas su mirada opaca resbaló con el dobladillo de mi falda. Yo me senté de cara a la puerta, junto al velador donde colocaban los periódicos. Manolo el camarero secaba vasos: «¿Qué hay?», saludó. Yo sonreí, pero él ya se había vuelto para conectar la televisión.  Unas  rayas  veloces,  inútiles,  cruzaban  la  pantalla  de  derecha  a  izquierda.  Nacían  y morían.  Manolo  dijo:  «Es  una  birria.  Falla.  La  semana  pasada,  igual».  «¿No  vino  todavía  el técnico?», preguntó la señora Irene. «Sí, pero aún la dejó peor». Desenchufó y en el «Sándwich» aterrizó plano y excesivo el silencio. Al momento comenzó a oírse el sereno reptar de la escoba que manejaba la señora Irene. A lo mejor se asoma, pensé entonces. Pero enseguida me tranquilicé: con la cara destrozada, sin nariz, ¿cómo iba a atreverse?

La escoba arrastraba serrín mojado que de amarillo se había vuelto pardo y se mezclaba con colillas y palillos, hacía crujir un envoltorio de chocolate lleno de estrellas. «¿Qué, cómo van esos estudios? ¿Te dieron ya las notas?», preguntó la señora Irene. Mi padre contestó con la boca llena que yo había tenido dos notables. Ella paró de barrer y apoyó la barbilla en el mango de la escoba. Explicó que a su hijo pequeño le habían suspendido las matemáticas pero que Santiaguín había sacado todo con matrícula de honor. Siguió hablando de sus hijos, elogiándolos. Llevaba un peinado alto, duro y negro. Los labios de papá se estiraban hacia las orejas en un gesto fofo que igual podía revelar orgullo, condescendencia que un profundo sentimiento de estafa. Trabajaba todo el día en los Astilleros del Puerto y por la noche llevaba las cuentas del «Sándwich». Cuando la guerra civil lo ascendieron a capitán «por méritos en campaña» y alguna sobremesa aún se animaba narrando historias de moros y falangistas, la batalla del Ebro. Pero mamá lo cortaba, se le reía a la cara diciendo que aquello era agua pasada pues ahora él no era nadie.

Delante  del  bar,  extendida  como  una  alfombra,  estaba  la  luz.  Un  rectángulo  cálido, acogedor; en la esquina, la inquietante lucecilla de las ánimas y un poco más allá la calle Soldado Ruiz con la «Posada del Gordo». Una mañana de invierno la brigadilla echó al Gordo y a su mujer de la casa. Llovía y los muebles, los colchones y el pañuelo de la vieja, la suegra del Gordo, se iban empapando mientras los cargadores peleaban con un cajón muy grande que llevaba varios letreros de «frágil». Al fin pudieron izarlo y el Gordo y su familia partieron en el camión, fláccidas las ropas,  pegadas  al  cuerpo.  Luego,  cuando  los  obreros  apuntalaron  el  casón,  fuimos  con  Pepe Museros, Emerín, Miguel Taus, Amparito y toda la pandilla, a mirar.  La posada había quedado vacía, hueca, como una enorme cáscara y luego se fue llenando de ratas, gatos abandonados y… leprosos. Yo adiviné enseguida que él se escondería allí. Lo supe desde que lo soñé rubio, con los pies envueltos en trapos, huyendo carretera adelante, increíblemente ágil, con la mirada terca.

El «Sándwich» se iba animando. Hombres que se instalaban en la barra, alrededor de las mesas, con ese aire desenvuelto que adquieren cuando no van con sus mujeres. Era ese tiempo
apacible  que  media  entre  la  cena  y  el  sueño  y  ellas  debían  estar  con  sus  críos, fregando  los cacharros en la cocina. El chino Musné apartó la cortina de canutillo, tenía un negocio de bicicletas en la calle Mayor y su hijo venía a clase conmigo. El chino deba chupadas a un puro. Se le apagó y entonces  fue  a  instalarse  bajo  la  lámpara:  miró  con  interés  la  punta  del  cigarro,  se  disponía  a encenderlo… Yo le explicaba a mi padre que Isabel y mamá habían vuelto a reñir. Siempre peleaban por lo mismo: las dichosas clases de pintura. Mamá opinaba que una mujer es para su casa y el marido, no para correr como una perdida, pintando paisajes. Pero Isabel, esta tarde, pegó un portazo y desapareció con el caballete. A papá las cosas de Isabel le iluminaban los ojos, con unos reflejos enérgicos que lo identificaban con ella, en un parecido que normalmente ni se notaba. «Esa chica tiene nervio», pronunció despacio, soñadoramente. Y la piel de la manzana que iba pelando caía toda una pieza, formando una cinta movible y larga, como un gusano. Como aquellos gusanos que yo había soñado la noche anterior. Se me metían por la planta del pie y perforaban mi cuerpo en cavernas interminables. Algunos me salían por los oídos y por la boca. Yo cogía la extremidad de uno  de  ellos  y  la  iba  arrollando  a  un  carrete  de  hilo  vacío.  Alguien  me  decía:  «Cuidado.  Ves despacio. Si lo rompes, nunca podrás sacarlo».

Mi padre terminaba de cenar. Recogía el plato, el cubierto, cerraba la fiambrera y le pidió a Manolo  una  servilleta  de  papel.  Ahora  no  tendría  más  remedio  que  salir  del «Sándwich»,
enfrentarme con lo que tenía que pasar. Tuve miedo. Los brazos me ardieron y, casi enseguida, me recorrió un escalofrío, igual que cuando lo había descubierto a él apoyado en el muro. Decidí quedarme en el bar. Mi padre solía acaba a eso de la una: me iría con él. «He pensado   pronuncié vacilante   que me quedaré aquí contigo, te esperaré hasta que acabes». «Ni hablar. Largo. Ya basta con que uno pierda la noche». Se había sentado de nuevo dentro de la garita. Contaba dinero.

No me quedó más remedio que agarrar la cesta y lenta, muy lentamente, caminar hacia la puerta. En el tocadiscos gritaba apasionada la Mahalia y a mí se me saltaron las lágrimas. Estaba tan segura de lo que iba a pasar que podría explicarlo igual que si lo hubiera vivido ya: yo canaría hasta la calle Soldado Ruiz, allí, antes de llegar a la lamparilla que arde bajo el Ecce Homo, me saldría al paso el leproso y pronunciaría algo que quizá yo no entendería. Una frase como: «Buenas noches, guapa». Yo, entonces, intentaría escapar pero él lo impediría. Forcejearíamos. Después me agarraría los brazos y yo sentiría sus pulgares poderosos en las muñecas, el corazón como un ahogo insoportable. Más tarde, mientras me apretara contra la pared, iría descubriendo su cara blanquísima e increíblemente hinchada, sin cejas ni labios. En vez de orejas el horror de aquellos racimos sanguinolentos, bulbosos, como asquerosos tubérculos…

Concha Alós

Una noche de invierno es una casa, de Cecilia Eudave

UNA NOCHE DE INVIERNO ES UNA CASA

Para Almudena Mora

 

I

Al entrar se comprobó mi más triste sospecha: ahí hacía un frío de ésos ancestrales, que me dobló la espina dorsal y me obligó a apoyarme sobre una de las desconchadas paredes. Aquel lugar era inmenso, sí, muy grande, pero inmundo, parecido a una piel que con el tiempo se desgaja y va dejando su rastro por cualquier parte. Y ese olor, que nunca logré erradicar, entre dulzón y amargo, parecido a la descomposición de una vaca que por el camino algún incauto golpeó y dejó morir. Esa casa agonizaba y necesitaba sangre fresca para seguir viviendo, ahora me parece más claro, pero en ese entonces…

La señora que nos mostró la casa tampoco me resultó agradable, me miraba con desconfianza, cuando lo hacía, y sólo se dirigía a Enrique. Eso no me importó nada, pues mientras ellos hablaban de precios y de arreglos necesarios, más bien urgentes, yo comencé a pasear por el lugar. Todo iba de horrible a horroroso, pero no fue suficiente hasta que llegué al baño y vi aquel desastre lleno de hongos, de humedad y suciedad. Para colmo me habían dicho que alguien había habitado esa casa, una pareja, como nosotros. Ah no, me dije, como nosotros no. ¿Quién puede vivir así? Aquello era un chiquero. Pero, ¿quién puede resistirse a un jardín? ¿A un inmenso jardín en medio de una ciudad tumultuosa? Todos, menos yo, y accedí a rentar esa casa invierno —jamás deje de sentir frío mientras estuve dentro de ella—, porque cuando vi el jardín caí en el hechizo, y pagué un tributo muy caro por ceder cuando la intuición manda otra cosa, por querer tener un paraíso donde se sabe que sólo puede habitar la miseria, porque no hay jardín de las delicias ni parque encantado que no cobre precio. 

II

Después de unas negociaciones muy duras, llegamos a un buen precio con la casera y nos dio las llaves. Así, pudimos comenzar a disfrutar de aquel paraíso de mugre y desolación, junto a tres albañiles, dos carpinteros (antes cantantes de un bar), un fontanero y un electricista que parecía ser el único que portaba un poco de compostura, pues no dejaba de repetir: «Esta casa es un desastre, ni tirándola una y otra vez será habitable». Ya llevaba dos semanas intentando que los interruptores respondieran al lugar donde se requería luz, y no que hicieran lo que les viniera en gana. Le había sacado a las paredes todos los alambres, que yacían como venas por cualquier lado, como anacondas silenciosas carcomidas por los años, insólito resultaba ver aquel espectáculo de metros y metros de cables blancos, azules, rojos, entreverados unos con otros, enloqueciendo la mente de aquel electricista que no podía ponerle orden a ese cuerpo. Logró, por lo menos, que algunos interruptores sí funcionaran, otros tuvo que clausurarlos y quedaron como falsos apagadores, de manera que puso nuevos para suplir a los viejos, y como es natural, en esa casa loca y fría, a veces funcionaban hasta los clausurados. 

Total, no se pudo lograr que un solo apagador hiciera lo que debe hacer un interruptor: prender la luz, apagar la luz. Incluso por las noches un pequeño recital de clicks se escuchaba cuando llegábamos intentando encender la luz, y sólo conseguíamos ecos, destellos que se iluminaban en distintas zonas. Corríamos, entonces, tras la luz, para atraparla en donde menos la imagináramos (pues una vez capturada con la mano puesta en el interruptor, los demás prendían y la luz se distribuía por las habitaciones). Eso ocurría sólo cuando Enrique y yo llegábamos juntos, o cuando yo entraba sola a la casa, a él nunca le pasó. «Yo creo que tú tienes un problema con lo eléctrico, debes de tener mal los polos o de plano eres un pésimo catalizador, o algo así. Recuerda que a todo el mundo le das toques». Con eso quedó claro quién era el motivo del desorden de iluminación, no se pudo buscar más respuestas, ¿para qué?, ya había culpable.

Los albañiles, por su cuenta, tenían sus dudas sobre la «vibra» de la casona. Ellos habían calculado su edad, unos setenta años, quizá más, bastante venida a menos por mal mantenimiento, lo que la hacía una achacosa, además de una impertinente, una incomprendida que cree que nadie la merece. Esto último ocasiona su terrible ira, y pues a destrozar a los inquilinos a como dé lugar. Ellos lo sabían por su amplia experiencia en parchar residencias en mal estado, y en verdad que lo sabían, pues las reparaciones resultaron sólo parches aquí y allá para dar la impresión de habitable. Por si fuera poco, me hicieron advertir un detalle curioso: dentro de cada closet de la casa había una imagen de una Virgen María.«A lo mejor hay fantasmas», dijeron, y «esto es una precaución, un detente para los aparecidos, para su maldad», y esa frase me hizo reír de nervios, lo que me faltaba, gente muerta deambulando por los pasillos. Le comenté a Enrique sobre aquella peculiar afición de los antiguos inquilinos a pegar vírgenes en el interior de los armarios, a lo que él respondió: «No vas a creer que aquí espantan, digo, eso es cosa de ignorantes y de mujeres». Esto último me enfureció, claro, en realidad me percaté de que yo era la muerta viviente, y que Enrique no estaba lejos de ser lo mismo, desde hacía tiempo ya no vivíamos el uno para el otro, y yo venía a encarnar todas las respuestas a los problemas.

En fin, el fontanero se esforzaba, ya no en que tuviéramos agua caliente (en la cocina nunca se consiguió ese milagro), sino en que por lo menos saliera agua de las ya cascadas tuberías: «Si quiere le meto presión a la cañería, pero si truena es su problema». Y lo fue, tuvimos que cambiar varios metros de tubos y aún así sólo se logró que salieran unos miserables chorros de agua en la cocina y en el único baño, pues había seis habitaciones, una estancia, un recibidor, dos patios, un jardín, y sólo un raquítico baño. ¡Ah, los carpinteros! No paraban de cantar y de hacer suyo todo el recinto, llevaban como tres semanas tratando de remachar, encuadrar y pintar las puertas, y como se encariñaron con un viejo librero empotrado en la pared, le dedicaban varias horas al día para dejarlo con la dignidad de su origen. Y yo, por Dios, ya quería que se largara todo el mundo. Necesitaba estar un minuto en paz y tranquila, sin la culpa de ser la respuesta de todos los males. «Pero querías tu jardincito, tu paraíso en medio de todo este tumulto de seres de ciudad», me repetía como un aliciente para aguantar la siguiente embestida de la casa.

Como pude fui sorteando todas estas desventuras, porque Enrique parecía revivir cada vez que iba a la casa para mirar los avances (lentos, muy lentos), sólo él parecía recibir la energía positiva del lugar, pues los demás acabábamos exhaustos, como salidos de las catacumbas. «En un par de semanas podremos venirnos a vivir ya aquí». ¿Pero de qué planeta? Debí preguntarle, pues aquello parecía trabajo de meses. Empeñada en hacerlo feliz, me apliqué por completo a terminar los arreglos. Si no hubiera sido por los ecos de otros días, de otros años donde habíamos sido una pareja feliz, vagando por ahí, no hubiese podido darle más energía a la casa, pues ese lugar terminó de impedir que yo encontrara mi sitio donde definitivamente ya no lo tenía.

III

El ingeniero encargado de la obra era un inútil. Con su pasito de señorito venido a menos y su ineptitud logró desquiciar mis mejores intenciones de instruirlo en el arte de hacer bien las cosas. Me cobró por adelantado el baño, y lo que debió haber sido una tarea de una semana se prolongó a tres. De nada sirvió que lo amedrentara, ni que le gritara (por alguna extraña razón, esa casa me había vuelto agresiva y había sacado lo peor de mí), y el baño no estuvo hasta dos días antes de mudarnos a la casa. Cuando lo vimos terminado, quedamos atónitos: se veía igual, sólo que ahora con todo nuevo, pero la impresión era la misma, la de un cuarto de baño viejo e inmundo. No se hizo esperar la reacción de Enrique, quien me acusó de inepta (por Dios, si no había estudiado ingeniería, ni contratado al personal, ni escogido los aditamentos del baño; la casera eligió todo). «Tanto dinero para esto», le oí decir. «A ver cómo lo arreglas ahora, además la taza del excusado está chueca». Efectivamente, y se quedó así, pues por más esfuerzos que se hicieron por enderezarla, nunca se pudo. Tuvimos que aprender a hacer nuestras más íntimas necesidades de ladito (igual que él y yo a no decirnos más las cosas y a tolerarnos mutuamente de ladito), e instruir a las visitas cuando alguien osaba ir a vernos (Enrique se volvió celoso de su espacio y permitía a muy pocos visitarnos), sobre la manera de apoyarse para evitar accidentes. 

Y cuando ya pensaba que aquella casa iba de peor a menos despreciable, me levanta Enrique exaltado para decirme que de las paredes del cuarto de baño manaba agua… y ¡caliente! ¿Cómo era posible? De la regadera apenas y un miserable chorrito de agua se asomaba de vez en vez, y tibia, pues el calentador hacía lo que le veía en gana. Ah, y cuidado con moverle un centímetro la temperatura, pues entonces se apagaba y a llamar a un técnico, ya que nosotros no éramos dignos de tocar a su majestad, y si lo hacíamos acabamos llenos de tizne y con las pestañas y las cejas quemadas. Así de sensible era todo en ese lugar, incluyéndonos claro, pues ahora a cada momento se suscitaba una pelea por el más mínimo motivo. 

Ese día no fue la excepción: «Ya ves», me dijo, «¿por qué te hice caso y dejé que te empecinaras en tener este cascarón de hogar?». ¿Qué?, pero si el aferrado a este frío lugar era él. Por no discutir más me paré de la cama para revisar el desperfecto —de alguna manera yo ya era una ingeniera—, y descubrí que la fuga provenía de la azotea, donde, para no variar, se había estancado el agua y filtrado por las viejas paredes. Recuerdo que esa vez me senté en el baño chueco y comencé a llorar. Yo también emanaba agua tibia por mis mejillas; por primera vez, esa casa y yo compartíamos una misma sensación.

IV

La verdad, el jardín me entusiasmaba mucho. Era el único espacio donde no se respiraba lo irreparable, así lo veía yo. El sol daba de lleno, y aunque aquello era una jungla con la más extraña variedad de plantas conviviendo juntas, me propuse reformarlo, reconstruirlo. La faena fue demoledora: quitar primero toda la hierba mala, que resultó la única que podía vivir ahí, pues el pasto que pusimos tardó muchas semanas en prender, y eso gracias al jardinero, quien casi iba a diario a quitar las yerbas caprichosas. Cuando por fin aquello parecía ir tomando forma, ¿cómo la casa iba dejarme disfrutar un momento aquel espacio?, apareció una plaga de alacranes, otra de gusanos azotadores, los más negros y peludos jamás vistos, y una comunidad de hormigas gigantes, rojas y ponzoñosas, que se encargaron de comerse las nuevas plantas y de mermar las ya existentes. 

Enrique, ya medio enloquecido y obsesionado con la casona, llamó a los fumigadores, pero como él era sensible a los productos que se iban a utilizar, me dejó encargada de la tarea de supervisar el buen empleo de los insecticidas y la vigilancia del cascarón que yo me empeñaba en mantener (proyección suya, él era el aferrado a ese pedazo de problemas). No hay que mencionar que, por supuesto, exterminaron la invasión de insectos, pero se murieron casi todas las plantas que sembré (sí, sobrevivieron las antiguas), y yo quedé intoxicada de la casa, de Enrique y de mi vida hasta ese entonces.

V

El jardín, que había resultado la única atracción para mí de aquel lugar, se convirtió en mi peor pesadilla. Cierto día, ya ni recuerdo cuánto tiempo llevaba ahí, mientras regaba el pasto para que no se secara y lograra superar a la mala hierba, comencé a oír llantos. Al principio eran muy tenues, como si un niño pequeño llorara allá detrás de los árboles, o más lejos aún, detrás de cualquier casa. Cerré la llave del agua y traté de percibir de dónde podría venir aquel sonido. Recorrí todo el jardín hasta llegar a una habitación semiderruida que existía al fondo de éste. El ruido se escuchaba más fuerte ahí. Como pude, abrí la puerta, obstruida por el moho, las telarañas y la tierra acumulada ahí por años (esa parte de la casa todavía no era reconstruida). Y ¡zas!, me saltan una media docena de gatos, que si no me mataron del susto fue por lo repentino de su aparición. ¡Por Dios! Estaba invadida de felinos, que además parecían estar sarnosos, llenos de pulgas y con rabia. Después comprobé que no parecían; lo estaban. Enrique, no pudo ayudarme en la tarea de desalojo animal, ya que su alergia al pelo gatuno era casi mortal para su cuerpo. Y como yo, seguramente, nací inmune a cuanto hay en el planeta, incluidos los ataques felinos, me lancé de lleno a erradicar esa plaga, bastante más grande y peligrosa que cualquier alacrán güero. 

Me sugirieron ponerles veneno, pero no resultó. Luego tapié con cartones las entradas al cuartucho del fondo, les importó poco, se asentaron fuera de él. Rocié con una sustancia el pasto para que no pudieran echarse sobre la hierba, nada, se treparon a los árboles. Total, tuve que llamar a un viejito, de esos que se hacen míticos por sacar de tu casa lo que sea, y logró, cual pepenador, atrapar a cuatro de ellos, tres gatas (dos preñadas) y un gato. Los otros escaparon. Antes de irse, con su costal lleno de gatos, medio arañado, y con un montón de dinero que me sacó, me dijo: «Volverán». Y volvieron. 

No hubo más remedio que acostumbrarse al concierto en gato menor para noctámbulos de casas frías como invierno.

VI

Cuatro meses después de pintada la casa, la humedad reapareció. Era una humedad gloriosa, de esas que florean toda la construcción de manera caprichosa, de esas que pueden pasarse la vida haciéndonos la vida imposible: el salitre. Y otra vez a luchar con la adversidad, ya como costumbre, desde que me había mudado a la casona. En cierto modo, yo era una especie de gladiadora a la que sacan al ruedo a enfrentar una jauría de tigres malhumorados, hambreados y mal dormidos, que debe mantenerse viva, y de paso tener contento al césar: Enrique, quien, curiosamente, alérgico a la humedad, parecía no tener ningún achaque frente a ésta, salvo la molestia de ver como se abrían las flores blancas en las paredes recién pintadas.

Como quiera, aprendí a resanar y retocar con pintura. Salía un poco de salitre aquí y yo corría a evitar que aquello se extendiera más, hasta que apareció esa mancha amarillenta en una esquina de la casa en lo más alto del techo. Como no era salitre, sino humedad de la más vil y mala, tuve que hacer una profunda investigación en la azotea para dar con la cañería (rota seguramente) que estaba provocando esa aparición inesperada. Conseguí dar con la falla, era un bajante obstruido, lo limpié y listo. Un poco de pintura y ya. Pues no, en esa casa nada era así de sencillo y fácil, ¡qué va!, ahí, lo bizarro era cosa de rutina. Y la mancha amarilla, como si fuera una ameba mutante, se deslizó y se colocó justo a un lado de donde había yo pintado. «Mira, mira, no pintaste bien. La mancha sigue ahí». La voz de Enrique ya comenzaba a sonarme como la de un jefe impertinente, diminuto e inútil que sólo sabe gritar para sentirse a gusto. Volví a pintar, y al día siguiente la mancha se había desplazado otra vez. ¿No estaré volviéndome esquizofrénica? ¿No estará Enrique volviéndose esquizoide? ¿No nos estaremos volviendo locos aquí? Yo había desaparecido esa mancha, lo juro. Bueno, quizá el cansancio me hizo suponer que la cubrí bien y no fue así, en fin, volví a pintar. Sí, al día siguiente reapareció triunfante y feliz. «Ah no, ahora la mato». Y en un acto titánico, de esos que la desesperación suele llamar valentía heroica, pinté todo el techo. Nada, la mancha volvió a salir ahora sobre una pared lateral de la sala. Ya no era cuestión de heroicidad, ya era cuestión de salud mental, tenía que aceptarlo, la casa no me quería y haría hasta lo imposible por acabar con mi paciencia, mi vida y mi cordura. Como un deber a mí misma, a nadie más, me dispuse a abandonarla.

VII

«¡O la casa o yo!», le grité a Enrique. Pues la casa, por supuesto. Él se quedó con ella y yo hice mi maleta. Recuerdo que antes de irme quise echar un último vistazo al lugar. Lo recorrí todo: el inmundo baño; la cocina donde casi pierdo el cóccix, pues por alguna razón que sólo la dimensión desconocida sabe, el piso siempre estaba como lleno de grasa; la sala, que era propiedad inequívoca de la mancha trashumante; la recámara, donde escuché un sinfín de conciertos para gatos, y donde se acabó lo que se daba en mi relación con Enrique; el jardín, que ahora estaba más verde y más bonito que nunca. 

Ahí me quedé un rato mirando cómo por lo menos ese esfuerzo había, literalmente, dado frutos, pues los árboles frutales comenzaban a llenarse de flores. 

Entonces, por un instante, pensé «¿Y si me quedo? Si hago un último esfuerzo y trato de recuperar lo que aquí se ha perdido…». Y ¡zas!, que se revienta el tinaco y sale disparado el tapón que lo cubría como un torpedo asesino, que fue a retumbar a una de las paredes de jardín haciendo que se cayera un trozo considerable de muro. De no haber sido porque el agua que emanó de golpe me tiró al suelo, estaría ahora en otra parte, si es que hay otra después de la muerte. Mojada y todo, ya no quise ni cambiarme la ropa, tomé mi maleta y salí de ahí presurosa. Enrique no estaba, se había ido a buscar a quién sabe quién, seguramente a un reemplazo de ingeniera que le volviera a atender la casa. Antes de salir, cerré bien, no deseaba que un pedazo de frío me siguiera a donde fuera, y aventé las llaves por la ventana. Crucé la calle y un hombre no muy mayor vestido de blanco me sonrió a medias, se quitó el sombrero cuando pasé a su lado y me dijo: «¿Expulsada del paraíso? No se agobie, pase por aquí, y vayamos por allá que hace un sol maravilloso». Extrañada, acepté el consejo y me alejé con él sonriendo, mientras la luz desvanecía lo que dejé al dar la espalda. «Ah, y es mejor que deje su equipaje».

Cecilia Eudave

 Registro de Imposibles (2da.edición, 2006)

 

Los “Decreta” de 1188 del reino de León

El domingo 19 de abril de 2020, y por cuarto año consecutivo  se llevará a cabo en León la lectura pública de los “Decreta” promulgados por el rey Alfonso IX En anteriores ocasiones esta lectura se ha llevado a cabo conjuntamente por diversas personalidades del ámbito cultural  en el entorno físico  de la  Basílica Real de San Isidoro, pues  fue en su claustro donde, en el año 1188, el monarca  reunió la Curia Real  en la que se dictaron estas normas jurídicas.

Juan Pedro Aparicio, Antonio Gamoneda, José María Merino. Lectura de los Decreta de Alfonso IX ante la Basílica de San Isidoro de León. (2017)

Juan Pedro Aparicio, Antonio Gamoneda, José María Merino. Lectura de los Decreta de Alfonso IX ante la Basílica de San Isidoro de León (2017)

Este año, sin embargo, otro Real Decreto, el 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, impide  que se lleve a cabo  el encuentro de forma presencial, por lo que los participantes grabarán la lectura desde sus domicilios y después se publicará el vídeo recopilatorio  (atentos: lo traeremos 🙂  ).  El vídeo se iniciará con un  prólogo del escritor Juan Pedro Aparicio, al que seguirán intervenciones de otras  figuras de del mundo cultural, político, social y económico,

¿QUÉ SON LOS “DECRETA”?

Aunque hayas oído hablar de ellos, aunque tal vez no sepas exactamente en qué consisten. Pero seguro que sí recuerdas el lema “León: Cuna del Parlamentarismo”

La delimitación del origen de la democracia representativa ha sido fruto de numerosos estudios que culminaron el 18 de junio de 2013 con la consideración por parte de la UNESCO de las Cortes de León de 1188 como origen del sistema representativo parlamentario actual. Los “Decreta” de León constituyen el corpus documental que contiene la manifestación, constatada hasta el presente, más antigua al sistema parlamentario europeo y que se plasmó en su inclusión en el Registro de la Memoria del Mundo. Por su semejanza con las prácticas modernas de representación parlamentaria, podría considerarse que poseen un patrimonio constitucional y suponen la primera piedra fundacional del estado de Derecho y de la legalidad.

 (ALONSO GARCÍA, Mª Nieves: “Los Decreta de León de 1188 como piedra fundacional del  estado de Derecho y la legalidad” en Ivs Fvgit, 22, 2019, pp. 231-247)

La Unesco reconoce los “Decreta” de León de 1188 como el testimonio documental más antiguo del sistema parlamentario europeo Estos documentos, cuyo origen se remonta a la España medieval, fueron redactados en el marco de la celebración de una curia regia, en el reinado de Alfonso IX de León (1188-1230). Reflejan un modelo de gobierno y de administración original en el marco de las instituciones españolas medievales, en las que la plebe participa por primera vez, tomando decisiones del más alto nivel, junto con el rey, la iglesia y la nobleza, a través de representantes elegidos de pueblos y ciudades.

 

UN POCO DE HISTORIA

La Curia de León de 1188 representa las primeras Cortes celebradas en la Península Ibérica. Durante su asamblea se tomaron decisiones fundamentales referentes a, en primer lugar, la promulgación de reglamentos -un conjunto de decretos que, según el texto mismo, servían para mantener la justicia y garantizar la paz en todo el reino- y, en segundo lugar, a la cancelación de muchas de las donaciones que Fernando II (1137-1188), padre de Alfonso IX, había hecho tan generosamente durante su largo reinado y que habían terminado por vaciar las arcas del tesoro.

Las opiniones de los historiadores varían, pero la mayoría de los expertos están de acuerdo en que la antigua Curia Regia, en sesión plenaria o extraordinaria, es el precedente institucional más cercano a las Cortes.

Un hecho significativo a este respecto es la representación del pueblo llano en la Curia a través de ciudadanos elegidos por cada uno de los consejos del reino. De acuerdo con el testimonio documental  de los “Decreta”, la presencia de representantes de la ciudad en estas asambleas de tipo parlamentario ocurrió en varias ocasiones durante el reinado de Alfonso IX de León.

Esto no significa que en la historia española el pueblo llano nunca antes hubiera participado en asambleas reales. Sin embargo, se pueden identificar nuevas circunstancias en la asamblea de León en 1188, lo que finalmente explicaría la razón de la presencia “revolucionaria” de los representantes del pueblo en la Curia, creando nuevas costumbres parlamentarias y contribuyendo a importantes cambios en la estructura institucional del reino. Estas circunstancias se debieron a un particular situación socioeconómica y política: Los monarcas necesitaban fondos para su política de reconquista de los  territorios ocupados por  los musulmanes, particularmente para financiar la repoblación,   El crecimiento de la plebe de los pueblos y ciudades en auge del reino es estratégicamente el elemento más importante en ese momento, dado el florecimiento del comercio y su valor como soporte financiero por la corona.

El contexto político también exigía una transformación de algunos grupos  meramente asesores en instrumentos compatibles con planes de integración política. La importancia financiera del pueblo llano para la Corona de León se refleja en los “Decreta” de 1188 como una estrategia para fortalecer el poder real mediante la obtención de su apoyo institucional, en lugar de un debilitamiento del poder del monarca. Los “Decreta” de León de 1188 pueden considerarse así una expresión de una monarquía fortalecida a través de la adopción de la tradición parlamentaria

En las Cortes de León en 1188 la ciudad era un elemento nuevo en su dimensión legal y en su creciente fortaleza económica. Por otro lado, la necesidad de establecer la paz social en el reino para garantizar la estabilidad futura requería una política legislativa que pusiera fin a la inseguridad que afectaba a la vida de las personas. Por lo tanto, Alfonso IX diseñó una política estructurada en dos líneas principales:

  • Mantener la justicia, asegurando la paz en el reino, haciendo triunfar el principio de legalidad, imponiendo la regla de ley;
  • Lograr un cierto nivel de participación conjunta de todos los sectores del reino en las tareas del gobierno, como punto clave para fortalecer el trono y aumentar la estabilidad del sistema político.

Este triunfo de la ley se manifestó en un ordenamiento que se refleja en todo el patrimonio documental de los “Decreta” de 1188 y que expresa

  1. Compromiso real, solemne y expreso del monarca de observar y contribuir al cumplimiento de las normas y las buenas prácticas establecidas en el reino por los monarcas predecesores (1188 fue el primer año del reinado de Alfonso IX). Esto implicaba un escrupuloso respeto a las leyes establecidas por el uso y consideradas efectivas.
  2. Supresión de la corrupción, con la garantía del rey de que solo sería precisa una evidencia bien fundada para formular la acusación, ante la que la Curia real actuaría como la corte más alta de apelación
  3. Respeto escrupuloso por el procedimiento judicial. Nadie podría tomar la justicia por su mano. En caso de desacuerdo o violación de derechos, las partes deberían recurrir a la justicia real o, en su caso, la de la nobleza o la iglesia. Este punto subraya el valor de las decisiones acordadas por los representantes de todos los colectivos sociales en las Curias reales o plenarias.
  4. Respeto de la sociedad por los jueces y sus decisiones, y obligación de los oficiales del gobierno para llevar a cabo sus deberes fielmente y dentro de la legalidad.
  5. Refuerzo de la figura de la ‘buena persona’ como árbitro y testigo en disputas, como un precursor de los  representantes legales de súbditos y ciudadanos.
  6. Además, para garantizar la correcta conducta de los procedimientos judiciales, se estableció un mecanismo diseñado, por acuerdo de las partes, para el escrupuloso nombramiento de investigadores y para determinar la imposición de fianza sin corrupción. El uso de sellos de lacre en las declaraciones o citaciones de agentes legales era obligatorio y dichas declaraciones debían ser respetadas en todas las ciudades, pueblos y regiones del reino.
  7.  Preocupación constante por garantizar el orden público y la propiedad privada.

AUTENTICIDAD

No existe una copia diplomática original de los “Decreta” de León de 1188, pero han sido conservados a través de otros documentos medievales, algunos originales, otros en forma de copias cartulares medievales del siglo XIII y otros de transcripciones realizadas en el siglo XVI. La comparación y estudio de las características internas y externas de todos estos documentos muestran que forman un patrimonio documental que permite establecer la veracidad de los “Decreta” de 1188. Estos documentos fueron producidos en un contexto legal, social y político que ha permitido a los investigadores en derecho, así como paleógrafos y expertos en diplomática, considerar estos documentos como la primera manifestación de la tradición parlamentaria occidental.

IMPORTANCIA MUNDIAL

Los “Decreta” del reino de León de 1188 se consideran el registro escrito más antiguo conservado de tradición parlamentaria en el mundo occidental y, por extensión, de parlamentos democráticos modernos. Estos textos serían irreemplazables si se perdieran. Los “Decreta” de León de 1188 son la evidencia más antigua de Cortes o parlamentos tanto en la península ibérica como en el resto de Europa e investigadores y estudiosos de todo el mundo confirman que este patrimonio documental y su contenido refleja claramente los siguientes valores éticos, legales y morales que son universalmente reconocidos hoy:

  1. La promulgación de un corpus legal general, algo original en el contexto feudal medieval de finales del siglo XII.
  2. Respeto escrupuloso de las leyes establecidas por el uso y la efectividad y de la legalidad en general.
  3. Salvaguarda de las garantías procesales para las personas.
  4. Garantía del respeto a la propiedad privada.
  5. Establecimiento de un mecanismo para salvaguardar el respeto de las garantías judiciales y procesales.
  6. Alto nivel de participación conjunta de todos los sectores sociales en tareas de gobierno y legislación: el rey, la nobleza eclesiástica y laica y, por primera vez, la gente común, a través de los representantes elegidos de las ciudades.
  7. Garantía y mantenimiento de la justicia, particularmente asegurando el orden público como un elemento esencial para la paz en el reino.

PINCHA EN LA IMAGEN PARA LEER LOS “DECRETA” DE 1188 DEL REINO DE LEÓN:Decreta reino de León

La infancia de los pueblos desaparecidos, de Tomás Val. Guía a la lectura

Gabriel Cualladó : Niños movidos, 1960

Gabriel Cualladó : Niños movidos, 1960

El día 10 de marzo, La guía a la lectura de la segunda obra del club “Leemos juntos” corrió a cargo de José Luis Puerto, quien quiso  comenzar la sesión con un recuerdo  para el recientemente fallecido escritor José Jiménez Lozano, premio Cervantes 2002, en cuyo homenaje leyó para todos los asistentes  el cuento “El pañuelo” (Los grandes relatos, 1991)

A continuación, y para contextualizar la obra de Tomas Val, José Luis Puerto aludió a la  producción narrativa de Castilla y León de finales del siglo XX y comienzos del XXI, con figuras como el citado José Jimenez Lozan, Miguel Delibes, Gustavo Martín Garzo, Jesús Carazo y, por supuesto, el conocido como grupo de los escritores leoneses  (Antonio Colinas, Luis Mateo Díez, Jose´María Merino, etc.)

Para J.L.Puerto, una de las características definitoria de estos escritores es la  narrativa de la memoria, encuadrada en una serie de coordenadas como:

  • la importancia de la tierra, del campesinado.
  • la niñez, la infancia .
  • la historia, la vida espiritual.
  • la imaginación (no es una narrativa realista)
  • elementos bíblicos, semíticos (claramente inspiradores, por ejemplo, en G.Martín Garzo)

Todas estas coordenadas se muestran en esta obra de Tomas Val y, centrádose ya en ella  de forma específica, el moderador señaló varios rasgos que le son propios, como el hecho presentar una literatura de rememoración de la niñez, con una prosa evocadora, sugerente, que utiliza el relato con un gran lirismo  (tradición  literaria ya explorada con éxito por autores como Juan Ramón Jiménez, Cernuda, José Antonio Muñoz Rojas, Federico Bermúdez Cañete o el propio José Luis Puerto)

En  “La infancia de los pueblos desaparecidos”,  la niñez  -presente desde el mismo título- es el elemento clave, narrada  desde  una perspectiva de adulto, desde la rememoración de un pasado ya finito: de ahí la presencia de una poética de la memoria en el libro.  Hay un elemento de re-creación en toda la obra, un vaivén de recuerdo y olvido a través del cual se crea  una nueva realidad psíquica que permanece y que se convierte poco menos que en  eterna.

Gabriel Cualladó: Retrato de niños en la escalera II, 1960

Gabriel Cualladó: Retrato de niños en la escalera II, 1960

La obra de Val está formada por diecinueve pequeños relatos,que presentan una visión caleidoscópica de personajes y situaciones.  Estos relatos son autónomos entre sí, pero con una cierta ligazón íntima, un hilo transversal que los une y  cuyo conjunto  presenta una estructura cerrada que nos descubre una visión global de las historias narradas (tradición literaria que ya hemos visto como lectores, por ejemplo en la primera parte del Quijote)

El libro propone un cronotopo muy bien definido sobre la Castilla rural de la segunda mitad del siglo XX, con el pueblo de  Marcillo de Burela  como espacio literario y la niñez del protagonista como tiempo del relato (de los relatos) en los que el propio autor toma la voz el narrador, apareciendo en ocasiones como un personaje más.

La obra se enriquece con una auténtica cartografía de personajes rurales (ancianos, maestros, médicos, curas…) marcados todos ellos por lo ancestral, la costumbre,  la crueldad o el desamparo, En cierto modo, Tomás Val, vincula al personaje con el mundo  arquetípico, trasladando éste también al uso del lenguaje utilizado: el habla rural de Castilla, fundamentada en sentencias, refrenes, sentido de la propiedad, rigor y  riqueza del idioma.

A lo largo de la obra, la muerte aparece repetidamente como un elemento clave, teñida de un carácter simbólico y claramente polisémico. Imprevisible, irremediable, plural, constante, exponente de la fatalidad…, tanto para los individuos como para las colectividades, para los mismos pueblos como entes vivos que pueden llegar a desaparecer. “Los muertos van a Madrid” leemos, pues  en Madrid, un emigrante rural pierde su propia identidad, la vida que tenía en el pueblo e inevitablemente, una parte de sí mismo muere.

¿Es la obra un  un réquiem por un mundo desaparecido o una   fe de vida en la que el autor da testimonio ante el olvido, ante la muerte simbólica, de que esa realidad ha existido? En todo caso, esta escritura supone la fundación del mito pues, por más lejana, difícil o precaria que haya sido, el paraíso está en la niñez.

José luis Puerto quiso señalar un punto de fuga en  el final de la  obra, con un  último relato que apunta a lo alto, a las nubes,  que cuestiona la propia realidad del pueblo,  la veracidad de la existencia tanto de sus personajes  como  la suya propia, en un guiño a la perspectiva irónica  (al estilo de  Unamuno) hacia “el mundo del desvarío”. La estructura de la obra queda pues claramente orientada hacia lo  lo celeste, hacia la ensoñación, a través del lirismo y la poetización. Porque ensoñación, niñez y poesía son los elementos vertebradores de este título

Otros centros de interés temático podrían ser la presencia de cierto realismo mágico,  los héroes civilizadores, el amor, las secuelas de la guerra civil o la vida tradicional antigua. Pero esto (y todo lo anterior) será para la próxima sesión, inicialmente prevista para el  martes 17 de marzo, a las 19:00 horas, en la Biblioteca de San Isidoro de la Universidad de León, con la presencia del autor de la obra Tomás Val, pero que por motivos de sobra conocidos nos hemos visto obligados a posponer.

Ya iremos avisando de las nuevas convocatorias

 

La infancia de los pueblos desaparecidos, de Tomás Val, en el Club de lectura “Leemos juntos”

 LEEMOS JUNTOS :  PROGRAMA PARA IMPRIMIR

El martes 10 de marzo en la biblioteca San Isidoro continúa  la V edición de “Leemos Juntos”, el club de Lectura  conjunto entre la  Biblioteca de la Universidad de León  y los Bibliobuses de León, este año con tres lecturas  unificadas bajo el título Zonas rurales despobladas 

En esta ocasión recibimos la visita de José Luis Puerto, premio Castilla y León de las Letras 2018 que nos introducirá en la guía a la lectura de la obra “La infancia de los pueblos desaparecidos”, de Tomás Val. El días 17 de marzo será  el propio Tomás Val quien venga al club para hablarnos de su obra.

Información de la editorial: 

La vida, entonces, era dulce y alegre; un regalo. Los niños que nacen y pasan su infancia en pueblos próximos a la desaparición, disfrutan una especie de canto de cisne, como si la proximidad del abandono llevara a esos lugares a condensar sus esencias y ofrecérselas a los más pequeños.

Sin embargo, inevitablemente, en esas almas infantiles también hay un poso de nostalgia, como si ya empezaran a añorar lo que aún no han perdido, el mundo que se irá en muy poco tiempo.

La infancia de los pueblos desaparecidos es la mirada de esos niños hacia un  universo agónico; el relato que hacen de los últimos días de la existencia de su pueblo. Lo que ellos cuentan es la crónica final de esa España que perdió sus habitantes, que lo perdió todo. Es la voz de los guardianes del recuerdo, los herederos de aquello que se evaporó a cambio de nada y que dejó una imperecedera sensación de orfandad.

 

Puedes consultar este libro en todas las  bibliotecas de la Universidad de León

Todas las sesiones son públicas y gratuitas, y se emitirán en vídeo streaming para que quien lo desee pueda seguirlas en tiempo real desde cualquier ubicación a través de este enlace al canal de eventos en directo de la ULe. Te invitamos a  participar y a enviarnos tus preguntas y comentarios en el evento creado en Facebook por los Bibliobuses de León.

 

La España vacía, de Sergio del Molino. Guía a la lectura

#laEspañavacía  @sergiodelmolino

VÍDEO DE LA SESIÓN DE LA GUÍA A LA LECTURA

VÍDEO DE LA SESIÓN-COLOQUIO

  1. Ignacio Prieto Sarro
  2. Sergio del Molino
  3. La España vacía
  4. Temas para el debate.
  5. Materiales complementarios

1. Ignacio Prieto Sarro

Ignacio Prieto Sarro (León, 1967) es Licenciado en Geografía e Historia (especialidad de Geografía) por la Universidad de León (1991). Tras licenciarse decidió especializarse en Cartografía y Sistemas de Información Geográfica (es Máster en Gestión de Sistemas de Información Geográfica por el SITGE de la Universidad de Gerona). Desde 1995 desarrolla (primero como becario y luego como técnico especialista) su labor profesional en el Servicio de Cartografía de la Universidad de León.

Desde su época de alumno de doctorado de la Universidad de León se interesó por los temas relacionados con el mundo rural, elaborando para la obtención del Diploma de Estudios Avanzados (2003) un trabajo titulado Despoblación y despoblamiento en la Provincia de León (1950-1991). Anteriormente (1988) ya había participado en la elaboración de un informe sobre esa misma temática para la Unión General de Trabajadores de León. Este interés se ha ido consolidando a lo largo del tiempo debido a su gusto por la montaña y a su experiencia vital en el pueblo babiano de La Majúa (León), de cuya Junta Vecinal formó parte. Parte de sus ideas sobre lo rural las ha ido plasmando  en algunas aportaciones bibliográficas, en un blog (A pesar de todo, Babia) y una web (Babieca) y alguna contribución periodística (La esperanza de Babia).

También ha desarrollado un interés por el estudio de la toponimia del Noroeste leonés como forma de acercamiento a la geografía de estas comarcas (Babia, Laciana, Luna, Omaña,…) y de contribución al mantenimiento de un acervo cultural en peligro de extinción (en especial lo relacionado con el patsuezu, habla leonesa característica de esta zona).

2. Sergio del Molino

Sergio del Molino Molina (Madrid, 16 de agosto de 1979) es un periodista y escritor español; reportero y columnista en el ámbito periodístico, adquirió a principios de la posada década cierta reputación como novelista. Su salto a la fama fue debido a la publicación (2016) del ensayo titulado La España vacía; Lugares fuera de sitio (2018) es otro ensayo del autor que ha tenido cierta repercusión.

La confluencia en este autor de varias facetas (todas ellas relacionadas con lo periodístico y lo literario) puede considerarse determinante, creemos, a la hora de explicar su éxito en el ámbito del ensayo; en este género ha construido una fórmula exitosa, mezclando la corrección, la soltura y el desenfado en la escritura y la capacidad argumentativa en lo ensayístico.

Independientemente de la opinión que merezca su quehacer en el ámbito del ensayo, es innegable la dimensión sorprendente del impacto de La España vacía en los ámbitos político, social o cultural. De hecho, el título de la obra ha pasado a denominar las zonas rurales españolas más despobladas en el contexto del debate que últimamente ha generado el devenir de estas; incluso podría decirse que la obra ha supuesto un detonante para la intensificación de tal debate.

3. La España vacía

Género

La España vacía es una obra encuadrable en el género literario del ensayo, esto es, se trata de un «Escrito en prosa en el cual un autor desarrolla sus ideas sobre un tema determinado con carácter y estilo personales» (D.R.A.E.). Un repaso, aunque sea somero, al concepto de ensayo, puede servir para, previamente a la lectura del libro, hacernos una idea de lo que cabría esperar en el mismo desde el punto de vista de la ortodoxia del este tipo narrativo.

La presente guía de lectura pretende proporcionar materiales y reflexiones sobre la obra, especialmente desde el punto de vista para el que, supuestamente al menos, habilita la cualificación del ponente; esto es, sobre el fondo de la cuestión (la despoblación rural) y sobre la validez de sus argumentaciones y cuestiones afines. En este sentido, esta guía de lectura es claramente tributaria del que creemos es el mejor análisis de La España vacía publicado hasta el momento (El imaginario de la España vacía), obra de una geógrafa de gran prestigio: Josefina Gómez Mendoza.

Estructura

El libro se arma a base de un prefacio (El misterio de las casas quemadas), tres partes (1, El Gran Trauma; 2, Los mitos de la España vacía; 3, El orgullo) y un epílogo (Coda: explicaciones no pedidas).

  • El misterio de las casas quemadas
  • Primera parte – El Gran Trauma
    • I. La historia del tenedor (algo así como una introducción)
    • II. El Gran Trauma
  • Segunda parte – Los mitos de la España vacía
    • III. La ciencia del aburrimiento
    • IV. Tribus no contactadas
    • V. Marineros del entusiasmo
    • VI. La belleza de Maritornes
    • VII. Manos blancas no ofenden
  • Tercera parte – El orgullo
    • IX. Una patria imaginaria
  • Coda: explicaciones no pedidas

 

El prefacio constituye una declaración de intenciones centrada en la necesidad de empatizar con las distintas versiones de lo rural. El epílogo, que resulta difícil de interpretar y quizás pretendidamente contradictorio, es a la vez pesimista y optimista: «Sin embargo, a veces pienso que la tragedia que es mi país puede llegar a celebrarse. Lo propio es lamentarla, como yo mismo la he lamentado en este libro. Lloramos por los pueblos abandonados y por ese desierto demográfico que parece irrecuperable. Pero ese desierto tan raro, tan antieuropeo, y esa conciencia del abandono que gobierna tantos salones y tantos álbumes de fotos, han hecho de España un país más tranquilo […/…] Es muy difícil que la despoblación se corrija, como difícil es que aparezca en el orden del día de la discusión pública, pero si algunos toman conciencia de lo peculiar que es España y escuchan los ruidos que llegan desde el yermo, tal vez seamos capaces de imaginar una convivencia que tenga en cuenta las rarezas demográficas y sentimentales de este trozo de tierra al sur de Europa. Hemos sabido romper la inercia de la crueldad y el desprecio de los siglos. Nos falta darnos cuenta y hacer algo con esa conciencia».

En la 1ª parte, el autor nos hace una descripción del proceso de despoblación de lo que denomina la España vacía: un territorio interior formado por cinco comunidades autónomas (Aragón, Castilla y León, Castilla-La Mancha, Extremadura, La Rioja) y que presenta unos guarismos demográficos sorprendentes: 268.083 kilómetros cuadrados habitados por 7.317.420 personas (un 53,12% de la superficie española y un 15,75% de los habitantes), «…un territorio extenso que, además, no tiene ciudades» La hipótesis que presenta es la de ser esta una situación sin parangón en nuestro entorno que supone, además, una relación de dialéctica o dualidad entre campo y ciudad armada a base de ingredientes muy diversos como la desconfianza, el desprecio,… Relación que contrasta, por otra parte, con el hecho de que el éxodo rural haya trasladado gran parte de lo rural a los imaginarios urbanos.

En la 2ª parte, el mensaje se resume a la perfección en la siguiente reflexión del autor «A la España vacía le falta un relato en el que reconocerse. Las historias que la cuentan complacen a quienes no viven en ella y halagan dos clases de prejuicios: los de la España negra y los del beatus ille. Los primeros se difunden por el telediario. Los segundos, en la guía Michelin. Infierno o paraíso. No hay término medio. O los asesinos o los monjes. Aunque, según la habilidad del guionista, pueden ser monjes y asesinos a la vez».

En la 3ª parte se presenta una visión renovada de lo rural a través de la mirada de una generación de creadores desvinculada de las visiones polarizadas que se analizan en el apartado precedente.

Visión crítica

Dejando aparte las poco recomendables reseñas ligeras que se limitan a extractar la obra, mencionar su éxito editorial y su impacto en el contexto del debate sobre la despoblación rural, el libro ha tenido tanto valoraciones muy negativas y hasta ácidas como críticas más favorables.

Por mi parte, me viene a la cabeza una rara habilidad de un conocido, que interpreta con gracia su desacuerdo con las valoraciones binarias: mientras afirma o niega de palabra, gesticula ostentosamente en sentido contrario; en el contexto de estas reflexiones sobre la España vacía podemos decir que nuestra valoración de la obra no es unívoca.

El libro es una amalgama de referencias de todo tipo (culturales, políticas, sociales, etcétera) partiendo de las cuales se pretende construir un argumentario sobre la cuestión de la despoblación rural. Seguramente la forma amena de desgranar este anecdotario y la capacidad para integrarlo en la visión de la ruralidad que se propone es la mayor fortaleza de este libro.

Desde nuestro punto de vista, el libro puede analizarse en dos planos: uno será el de la solidez argumentativa y otro el de la propuesta de interpretación del proceso analizado: la despoblación rural y, diríamos, la propia ruralidad.

En el primer caso no es cuestión de hacer un repaso minucioso de cada una de las referencias del citado argumentario y hacer un repaso de las mismas a la manera de los Ripios del leonés Antonio de Valbuena. Pero no sería honrado por nuestra parte dejar de apuntar que al menos alguna argumentación, a la vez que atractiva por la manera en que se formula, evidencia notables debilidades: simplificación, premisas erróneas y razonamientos forzados, a veces aderezados con un afán por desmitificar y escandalizar desde la heterodoxia como premisa. En concreto, me viene a la mente la frase latina que reza Sed nunc non erat hic locus y con la que se alude al hecho de traer a colación hechos ciertos, pero de difícil encaje en un razonamiento determinado.

Para muestra un botón: desde mi especialización profesional, para alguien del ámbito de los mapas es sorprendente que un escritor reflexione sobre la proyección de Mercator y la propiedad de la equivalencia y luego adjunte mapas sin ningún recurso, como por ejemplo la escala, que pueda ayudarnos a dimensionarlo mentalmente. Lo que dice del Molino respecto a la proyección citada es correcto en lo que se refiere a lo que los cartógrafos denominamos The Grenland problem pero adolece de la revisión de un cartógrafo o de un vistazo a la Wikipedia cuando afirma que «… la proyección Mercator es, sencillamente, una operación matemática que permite llevar mapas en un bolsillo o imprimirlos en un libro sin necesidad de ir a todas partes con un globo terráqueo».

En el segundo caso y también desde mi condición personal (de geógrafo en este caso) tampoco resulta convincente la descripción de lo rural, al menos en sus aspectos más técnicos y menos subjetivos. Otro botón: en realidad, para nada es cierto que, aparte de Zaragoza y Valladolid, no haya en la España vacía ciudades de más de 100.000 habitantes. Tampoco son los cien mil habitantes los que para demógrafos, geógrafos, sociólogos, etcétera, constituyen el umbral que determina la frontera entre lo rural (o semiurbano) y urbano.

Tendrá que decidir el lector si lo de la ignorancia feliz del diletante desde la que afirma el autor escribir es falsa modestia. Tendrá que valorar igualmente si las múltiples especulaciones sobre temas diversos que hace del Molino se adentran o no en el terreno de lo falaz y caso afirmativo, si lo hacen esporádicamente.

Sobre la idea del autor acerca de la ruralidad española, se comparta o no, es evidentemente algo inesperado y no del todo desechable. Lo cual no es poco.

4 Propuesta de debate

(1) Una mirada general

Se propone una reflexión en torno a los siguientes planteamientos:

  • Habitualmente se atribuyen ciertas características al género del ensayo, a saber: «Es un escrito serio y fundamentado que sintetiza un tema significativo / Tiene como finalidad argumentar una opinión sobre el tema o explorarlo / Posee un carácter preliminar, introductorio, de carácter propedéutico / Presenta argumentos y opiniones sustentadas». ¿Cómo valorarías La España vacía respecto a estos presupuestos?
  • En relación a lo anterior, ¿cómo calificarías los razonamientos de libro respecto a una hipotética clasificación, un tanto borgiana, con las siguientes clases: heterodoxos, subjetivos, divagatorios, científicos sin prueba explícita (según el concepto de Ortega y Gasset), ocurrentes, imaginativos, blandos al estilo de Perelman y su Nueva Retórica, correctos, equivocados, forzados, inductivos, deductivos,…?
  • ¿Qué término te parece más apropiado, España vacía, España vaciada o España despoblada? ¿Te parece exagerado hablar de demotanasia o de etnocidio silencioso? ¿Consideras apropiado el término desertización para calificar el proceso de despoblación rural?
  • ¿Qué opinas de la polémica que generó en su día el capítulo de la España vacía titulado La ciencia del aburrimiento en el que se reflexiona sobre cuestiones como la neorruralidad, el aislamiento, la monotonía, el aburrimiento, etcétera?
  • ¿En relación con la política hidráulica de la que se habla en el libro, ¿cómo valorarías el contenido del contenido del documental sobre el Desalojo del pueblo de Oliegos (Servicio de Información y Publicaciones de la Delegación Nacional de Sindicatos, 1945)?.
  • ¿En relación con el tema de La España vacía, que opinión te merece el documental Barbecho (Unión de Pequeños Agricultores y Ganaderos, 2019).
  • ¿Qué opinas de la visión de Sergio del Molino del libro La lluvia amarilla del leonés Julio Llamazares? ¿Qué opinas de la frase referida a la narrativa de Llamazares: «…, intenta enfatizar la soledad y el abandono con un punto dramático que no siempre consigue»? Qué opinas del hecho de que, en 1988 Llamazares afirmara en una entrevista ser «…un escritor representativo español, porque la sociedad española es una sociedad urbana con una memoria rural…».
  • ¿Echas de menos algún referente en el libro de del Molino, por ejemplo, Puerca Tierra (John Berger, 1979)?

(2) Una mirada desde León

Se propone una reflexión en torno a los mensajes de las siguientes obras:

  • Donde las Hurdes se llaman Cabrera (Ramón Carnicer, 1964).
  • Antonio B El Ruso, ciudadano de tercera (Ramiro Pinilla, 1977).
  • Relato de Babia (Luis Mateo Díez, 1981).
  • La lluvia amarilla (Julio Llamazares, 1988).
  • El reino de Celama (El espíritu del Páramo, La ruina del cielo, El oscurecer) (Luis Mateo Díez, 1996, 1997, 2002).
  • Distintas formas de mirar el agua (Julio Llamazares, 2015)

5. Materiales complementarios