La literatura lo permite todo. Más allá del ensayo, del informe, del artículo académico… la literatura mezcla lo cotidiano con la Historia para mostrar la verdad más allá de la verdad,
«El orden del día» comienza con la reunión secreta del 20 de febrero de 1933 en la que un grupo de financieros y empresarios alemanes se comprometieron a aportan su capital para apoyar la campaña de Adolf Hitler. Entre los dos primeros y el último capítulo del libro, Vuillard expone los acontecimientos que se produjeron en los años anteriores a la segunda II Guerra Mundial.
Pero todo lo que ocurrirá ya está implícito en esos dos primeros capítulos; en el orden del día de aquella asamblea ya están «presupuestados» los hechos que relata la obra: las trampas, las conversaciones, la mezquindad, la cobardía, la egomanía, la avaricia, la desfachatez. Los asamblearios citados se retiran a un segundo plano para que otros ejecuten sus propósitos. Todo está envuelto en las maneras contenidas de quienes saben con seguridad que, ocurra lo que ocurra, su empresa y su fortuna están a salvo y por encima de cualquier minucia política. Y así vamos leyendo el resto de los capítulos, alguno de cuyos títulos bien podría dar nombre a amables comedias de situación, con divertidos enredos e ingeniosos personajes: «Un día al teléfono», «Una visita de cortesía» parecen anticipar anécdotas, diálogos y tramas llenas de frivolidad.
Hasta que llegan los dos últimos capítulos, «Los muertos» y » ¿Quién es toda esa gente?» en los que se hace presente la horrible acusación de las sombras de los suicidas, los asesinados, los humillados.
A pesar de la tragedia, todo siguió igual para esas 24 máscaras, para las formas torpes y arrogantes de los dirigentes políticos, e incluso para gran parte de la población en la que encontramos la misma resignación, ceguera o indiferencia. ¿Hasta donde llega la banalidad del mal?
“Cierto es que el dominio totalitario procuró formar aquellas bolsas del olvido en cuyo interior desaparecían todos los hechos, buenos y malos, pero del mismo modo que todos los intentos nazis de borrar toda huella de las matanzas…también es cierto que vanos fueron todos sus intentos de hacer desaparecer en el ‘silencioso anonimato’ a todos aquellos que se oponían al régimen. Las bolsas del olvido no existen. Ninguna obra humana es perfecta, y por otra parte, hay en el mundo demasiada gente para que el olvido sea posible. Siempre quedará un hombre vivo para contar la historia. En consecuencia, nada podrá ser jamás ‘prácticamente inútil’, por lo menos a la larga.
(Arendt, Hannah. 2003. «Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal». Barcelona : Lumen, p. 337.)