«Somos cuentos de cuentos contándonos cuentos». José Saramago, junio de 1995, charla en el Club de Prensa de La Nueva España (Oviedo)
Estamos hablando de la necesidad que tiene el ser humano de contar y de que le cuenten cosas y de cómo encauzar esta urgencia, de la mejor manera, en nuestra actividad diaria. El ser humano es sobre todo un animal narrativo. Lo que creemos que somos es tan sólo una manera entre otras posibles de contarnos lo que nos ocurre. La narración es una de las formas de construcción de la identidad. Lo que llamamos el yo es una narración, lo que llamamos nación es una narración. El pasado es una narración y el futuro es una propuesta narrativa aún no publicada. Y la narrativa, en cuanto género literario, es un conjunto de narraciones que se inserta en esa narración global que es la historia.
Nuestro conocimiento de la realidad comienza con los cuentos. Somos el homo sapiens porque somos el homo narrans. Nuestra naturaleza es la narración. Las narraciones, llámense cosmologías, mitos, leyendas, fábulas, nos han permitido leer la realidad externa e interior para poder asumirla. Las narraciones nos ayudan a descifrar el fluir tumultuoso y desordenado de los hechos, o al menos a comprenderlo mejor, y con ello a comprendernos y descifrarnos más certeramente a nosotros mismos. Por medio de las ficciones que inventamos rescatamos a la realidad de su feroz y ciega falta de sentido. Ofrecemos cuentos. En el nuestro se insertan los de los demás. Unos amigos te llevan a otros, unos cuentos a otros, todo se engancha y enreda. Es literalmente el cuento de nunca acabar. No hace falta ir al cine para divertirse, los cuentos andan sueltos por la calle. Se trata simplemente de recogerlos o no.
La ficción es una mentira que encubre una profunda verdad; ella es la vida que no fue, la que los hombres y mujeres de una época dada quisieron tener y no tuvieron y por eso debieron inventarla. Ella no es el retrato de la Historia, más bien su contracarátula o reverso, aquello que no sucedió, y precisamente por ello debió ser creado por la imaginación y las palabras para aplacar las ambiciones que la vida verdadera era incapaz de satisfacer, para llenar los vacíos que mujeres y hombres descubrían a su alrededor y trataban de poblar con los fantasmas que ellos mismos fabricaban.
No sabemos el porqué, pero nos produce un gran placer narrar, recrear con palabras nuestras experiencias vitales. Recrear, es decir, que nunca contamos fielmente los hechos, sino que siempre inventamos o modificamos algo: a la experiencia real le añadimos la salpimienta de lo imaginario (lo que pudo haber acontecido), y eso es sobremanera lo que nos produce gran placer. De este particular modo, vivimos dos veces el mismo hecho: cuando sucedió en la realidad y luego, más tarde, cuando lo contamos y nos arrogamos el papel protagonista que a lo mejor entonces no tuvimos. Lo decía Luis Landero: todos somos como Simbad el marino, ese mercader que vive pacíficamente en Bagdad y que un día se embarca para ir a negociar a lejanas tierras, sufre un naufragio y corre aventuras magníficas. Y esto le sucedió siete veces. Luego, con los años, regresa definitivamente a Bagdad, retoma su vida ociosa y se dedica con fruición a relatar sus andanzas a un breve auditorio de amigos logrando así convertirse en un protagonista esencial como fabulador. O somos también como Sherezade, la de los cuentos que se recogen en Las mil y una noches. Sherezade consigue la clemencia y aún el amor del rey a través de su don narrativo, de su capacidad de relatar, de atraer y suspender la atención del soberano con sus historias, lo que le hace valedera de la gracia de la vida. Además encuentra en su interlocutor al ejemplo del más perfecto receptor: el que se entrega por completo, con sus cinco sentidos. Queda preso en la magia de los relatos y acude puntualmente a la cita nocturna con la fantasía. Pide su dosis de irrealidad, de fabulación, de mentira convenida.
Pues eso es los que más o menos hacemos y necesitamos todos cada día, somos Simbad, Sherezade y hasta Proust, pero también somos como esa señora o aquel señor que vuelven del mercado y les cuentan a sus vecinos lo que acaba de ocurrir en la frutería.