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Feliz día de San Valentín 2015. Cuando se ligaba leyendo, de Fernando Iwasaki.

 

¿Te gusta celebrar el día de San Valentín?

¿Eres de los que piensan que más que una fiesta para los amores es una fiesta para las compras? ¿Te mueres por recibir una rosa envuelta en celofán  o te espanta ver llegar a tu amor con su sonrisa más boba y cuarto y mitad de flores, que parece que las ha comprado al peso? ¿Te mata la presión de saber que tienes que ponerte en «modo romántico» cuando, sin caer en lo borde, lo tuyo es la delicadeza sin melindres? ¿Madrugas (y trasnochas) para que te dure más este día o no sabes dónde esconderte hasta que den las doce campanadas y pase el peligro?

Sea como sea, si has llegado a esta página, lo  seguro es que te gusta la lectura. Y para celebrar de forma apropiada el siempre gozoso entretenimiento del galanteo, te proponemos un texto de Fernando Iwasaki en el que libros, mujeres y amor más que de la mano van, como hoy corresponde,  abrazados.

Lorenzo Mattotti

Cuando se ligaba leyendo,

de Fernando Iwasaki

Es verdad. Hubo un tiempo glorioso en el que los libros, la lectura, el conocimiento y los idiomas provocaron un efecto afrodisíaco en una generación de mujeres sensibles, inteligentes y bellas que hoy tienen entre 40 y 50 años. Y no es que las mujeres menores de 40 ya no sean sensibles, inteligentes y bellas, sino que ahora las mujeres saben que la mayoría de los hombres no pasa del suplemento de deportes y por eso no hay tío que aguante dos rounds de vis-á-vis literario con una tía. Pero en los años 70 no era así, y uno se conmueve al recordarlo.

Yo entré a la universidad en 1978 y -a punto de cumplir los diecisiete- alcancé a estudiar con las últimas chicas que todavía creían en el «hombre ilustrado». A mi favor estaba que yo leía muchísimo y en contra tenía que todas eran mayores que yo. Pero entonces uno era optimista y cuanto más adulta e inalcanzable era la chica de mis sueños, más densos y enrevesados eran los libros que devoraba en vano, porque nadie me advirtió que una cosa era parecer interesante y otra muy distinta resultar rarísimo.

A fines de los 70 era inimaginable ligar presumiendo de borrico, pues el mínimo exigible a un manganzón en edad de merecer suponía Cien años de soledad, Historias de cronopios y de famas, El arte de amar de Erich Fromm, ciertas nociones de Marx y cualquier película de Fellini. ¿Quién no ha formado parte de algún círculo de estudios durante los años 70? Y es que en los círculos de estudios se ligaba más que en las convivencias, porque las chicas eran la mar de intelectuales y sólo se fijaban en eso: – ¿Sabías que Fulanito tiene una bien gorda?- Será el Ulises de Joyce. – Yo creo que es Guerra y Paz. Las chicas de los 70 me hicieron leer El Principito, Juan Salvador Gaviota, El viejo y el mar, Cartas a un joven poeta y todos los pensamientos de Khalil Gilbran, antes de cumplir los 15. Para impresionar a las chicas de los 70 tuve que leer a Freud, Althusser, Gramsci, Neruda y Carpentier antes de llegar a los 18. Para seducir a las chicas de los 70 me hice especialista en Borges, Tolstoi, Nietzsche y Mircea Elíade sin haber cumplido los 21.

Menos mal que ninguna me hizo caso porque entonces hoy sería un ignorante.Muchos contemporáneos míos presumen Lorenzo Mattotti 2de disfrutar de una segunda juventud al lado de chicas más jóvenes y hermosas. Puede que sean más jóvenes pero no más hermosas, porque las chicas más bonitas siguen siendo las mujeres de mi edad. Las únicas mujeres de las que me he enamorado siempre a través de sus conversaciones, sus ideales y sus reivindicaciones. Las únicas chicas que comparten conmigo melancolías, canciones y lecturas. Gracias a ellas puedo escribir una autobiografía y no una «autoviagrafía», porque ellas me enseñaron a soñar, a vivir y a leer.

Aquellos fueron unos años mágicos, maravillosos y emocionantes, porque la cultura y la belleza eran igual de conmovedoras para las chicas de los 70. Ellas querían saber qué libros leíamos y sus ojos relampagueaban sensuales cuando uno les hablaba de Poe, Jünger, Dumèzil o Lawrence Durrell.

Por eso las mujeres que hoy tienen entre 40 y 50 son así de tiernas, fuertes, brillantes, ilustradas y cómplices. Y a mí, que me hechizaron en la juventud, me siguen fascinando en su plenitud.»

Y si quieres,  te lo lee el autor…

Francisco Umbral, libro a libro

Lo que deseo decir es que yo tenía una espada de madera y quizá aquella fue la última espada del Reino de León. Habíamos llegado a la ciudad en una tarde de calor, en un tren de tercera, por la llanura castellana, hasta que las orillas del paisaje fueron poniéndose verdes, al llegar a la provincia. Cerca ya de la capital, había chopos y álamos en inesperadas formaciones, afilados, cortando la rica brisa del verano en largas rebanadas que entraban por las ventanillas del tren y nos daban en la cara y en el flequillo al otro chico y a mí.

 Así es como comienza la novelita titulada por Umbral Días sin escuela que se publicó en el nº 6 de la revista «Tierras de León» en 1965, texto ambientado a orillas del Bernesga que explica suDSC_0087 emplazamiento en el hecho -desconocido aún hoy por muchos leoneses- de que el célebre Francisco Umbral fue nuestro convecino allá por los últimos años de la década de los 50. Así, hasta el día 20 de febrero se puede visitar en la Biblioteca General San Isidoro una exposición titulada  Francisco Umbral, libro a  libro promovida por el Área de Actividades culturales de la Universidad y producida por la Fundación Francisco Umbral en la que a través de paneles con fotografías explicadas, se hace un recorrido a lo largo de la vida de Francisco Alejando Pérez Martínez siendo un niño hasta el momento de recibir el Premio Cervantes siendo ya nuestro célebre Paco Umbral.

No han sido pocas las veces que en los últimos años la figura del escritor se ha vuelto a imagenreivindicar de alguna u otra manera en el ámbito cultural leonés. El diario El Mundo fue publicando hace tiempo un adelante del volumen que ha visto la luz hace unos días, Francisco Umbral, diario de un noctámbulo, donde se recogen los textos vertidos en la primera época de Umbral coincidiendo con su estancia en León, que han pasado bastante desapercibidos en su producción ya que se trata de sus primeros atisbos literarios y periodísticos que poco tienen que ver con los del Umbral maduro. El pasado año, diversos periódicos y blogs de nuestra ciudad se hicieron eco de la relación de Umbral con León en artículos de diverso tipo, entre ellos uno en el Diario de León que, junto con la revista Arco supuso su inicio en el periodismo escrito y que explica las causas ya sabidas de la mala relación del escritor con la ciudad. Poco se puede añadir a las palabras que últimamente han aparecido sobre la relación del Umbral con León, tomamos como resumen de ellas la vertida por Bruno Marcos en astorgaredaccion.com, donde se llama la atención sobre el hecho de que «hubiera un tiempo en el que un Crémer eclipsara a un Umbral».

El mal humor de Francisco Umbral es sin duda lo más conocido de él públicamente desde aquel famoso encontronazo con Mercedes Milá, que parece va a ser el episodio de su vida por el que pase a la historia con minúsculas. Aunque reconociera en vida que su relación con León nomortal-y-rosa-Francisco-Umbral fuera solamente de odio, sus impresiones sobre la ciudad no dejan lugar a dudas de que su honestidad en las críticas no solamente procedía de lo político sino del «aldeanismo» cuyo ejemplo más claro es la anécdota alrededor del cinefórum y aquella película de Cocteau. También en su momento reconoció no guardar ningún rencor a la ciudad, al igual que nosotros con él. Aunque en este país es cosa generalizada el juzgar al todo por la parte y sobre todo por lo anecdótico, no se puede dejar de reclamar hacia Umbral la atención que merece su obra. Las enemistades de la vida literaria dejan de tener sentido cuando el peso de la letra va por delante, y por eso uno puede ser un gran admirador de Bolaño y no hacerle ningún caso a su decálogo del buen cuentista, donde repite tres veces que nunca hay que leer a Umbral. Para quien le apetezca leer sobre la vida leonesa en los 50 el testimonio de Umbral en La ciudad y los días es altamente recomendable, y es que hasta de los nuestras tabernas más célebres hizo escarnio: un ejemplo, la que del mesón El Besugo rescataban nuestros amigos de El palillo leonés. Pero se quieran escribir cuentos o no, es innegable que en lo que se refiere a la literatura en sus cotas más altas, desde la lectura o la escritura Las ninfas o Mortal y rosa son una maravilla poética dentro de la prosa en español del siglo XX.

Muchas gracias: el libro que me cambió la vida (VI).

arjan-van-gentholanda-1970-voluptasDeseamos (¡debemos!) agradeceros la acogida que habéis dispensado a nuestro concurso «El libro que me cambió la vida».

Hemos recibido vuestros textos y los hemos recogido cuidadosamente, con humildad y respeto, pues somos muy conscientes de que cada uno de ellos contiene una parte íntima de quien lo escribió. Desde la sorpresa hasta la conmoción, desde la dulce compañía a la salvaje dependencia, habéis sido muy generosos al mostrarnos  cuál es vuestra relación con la lectura, cómo sois cuando los libros os hablan y, en definitiva, quiénes sois…

Queremos también dar las gracias a todos aquellos que han difundido nuestro concurso a través del boca a boca,  de sus páginas y de sus redes sociales.

Vosotros habéis escrito.  Y nosotros, ahora, tenemos mucho trabajo por delante.

El libro que me cambió la vida (V). De pinchauvas a chef



Francine Van Hove. Capítulo XX (1999)Apúrate porque quedan pocos días, pero aún estás a tiempo de hacernos llegar tu participación. Hasta las 12 de la noche del 7 de febrero puedes enviarnos un texto en el que nos cuentes qué libro fue el que te cambió la vida.

Tal vez alguna lectura logró que te gustase  desde entonces el nombre de Ana, que aún hoy sientas desasosiego  ante  los insectos,  o que   desconfíes de una mujer que dice su verdadera edad. Pero no.  Lo que queremos es que nos cuentes qué libro fue el que, al terminarlo, te hizo preguntarte «¿cómo he podido yo sobrevivir hasta ahora sin haber leído esto?»  😯

Nos referimos a un antes y un después;  a un giro cualitativo en tus  acciones o en tus ideas (viene siendo lo mismo…)  que haya sido producido por la lectura de una obra escrita.

¿Te parece que exageramos?  No siempre nos damos cuenta, pero a veces un libro logra cambiar nuestra actitud ante determinados aspectos, lo  que a la larga influirá en las decisiones determinativas que adoptemos.  Puede que incluso lo haga reforzando esa aptitud con la que disfrutamos  y que no hemos tenido oportunidad de encauzar.

En el año 2011 la Editorial Penguin Books lanzó una divertida  campaña gráfica  de animación a la lectura titulada «Un libro puede cambiar la historia de tu vida«. En las diferentes imágenes de la campaña (nosotros te traemos una de ellas) se muestran las alternativas que se abren ante una persona con determinadas  habilidades, y cómo un libro adecuado puede, en una situación concreta, cambiar la vida de esa persona.

(Y ahora pincha, tú también 😉 , para ver mejor la imagen)

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La viñeta es una broma, una exageración, pero sirve de pretexto porque queremos que nos cuentes  si ha habido un antes y un después  en algún aspecto personal  de tu vida tras encontrarte con un libro.

 

Y a ti ¿qué libro, qué lectura, qué historia  te cambió la vida?

Cuéntanos  ahora que eres adulto,

cómo la ficción ha podido llevarte a cambiar algo de tu vida.

Consulta las bases del

CONCURSO  EL  LIBRO  QUE  ME  CAMBIÓ  LA  VIDA

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El libro que me cambió la vida (IV). Y 100 € para leer

 

 

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¿Enseñar, deleitar, ser útil? ¿Son los libros solo bloques de papel con palabras juntas que instruyen o que expresan belleza? ¿Qué es escribir, por qué hacerlo y para quién?

Un texto literario  es algo más que la expresión escrita de la belleza: es el resultado de un compromiso del autor con su vocación, con su obra, con la palabra y con sus lectores.

En términos absolutos, el escritor escribe y el lector lee. Fin. Una vez acabada la redacción de la obra, cada lector puede hacerla suya a su manera. Pero en este punto conviene recordar las palabras de Mario Vargas Llosa en la última Feria Internacional del Libro de Guadalajara, 2014. (Fuente: Babelia, 31 de mayo de 2014)

«Sartre nos decía que la literatura no era una actividad gratuita, que las palabras eran actos, y que las palabras que un escritor escogía para poner en sus historias repercutían inevitablemente en la vida, y dejaban en ella una huella, producían cambios. Eso significaba que el escritor tenía una gran responsabilidad al usar las palabras, escribir y dirigirse a un público, no debía actuar irresponsablemente, ni frívolamente como lo habrían hecho algunos escritores del pasado o del presente, pensando que el papel aguanta todo y que se puede escribir sin ningún sentido de la responsabilidad cívica, histórica, moral, o cultural. Sartre decía que escribiendo uno podía también cambiar el mundo, que la escritura era una manera de actuar, que influía sobre la realidad y permitía enmendarla, corregirla, mejorarla o empeorarla».

Puede que a muchas personas este planteamiento les parezca anticuado, demasiado ambicioso, utópico. Excesivo. Más aún: puede que  a algunos se les pusiera cara de «noli me tangere  ni a mi ni a mi arte»  si llegasen a leer (¿espantados, desdeñosos?) esta entrada.

“Todo arte es completamente inútil” afirmó contundente Oscar Wilde en el prefacio de su novela «El retrato de Dorian Gray». Es verdad: la obra literaria  carece de función definida, y su valor es subjetivo.  Muy lejos queda la idea del autor como responsable de guiar a sus  lectores hacia un comportamiento moral y/o social adecuado. Escritor, obra y lector forman habitualmente una secuencia yuxtapuesta en la que los extremos no se tocan. (¿O no tanto? Volveremos  a retomar esta idea  en una futura entrada).

Sin embargo a veces ocurre que, tras la lectura de una obra, nada vuelve a ser igual para el lector; algo cambia  dentro de él después de convivir a través de las palabras  con unos personajes cuyas  vidas pasan a formar parte de la  suya propia. Sin entrar en las honduras sociales y existencialistas de Sartre: ¿hasta qué punto es el escritor consciente de que puede modificar la vida de alguno de sus lectores? (Pocas veces sabemos cómo y hasta qué punto influimos en la vida de los demás, pero la voz de un escritor tiene la posibilidad de llegar a un público muy amplio).

Si has descubierto en una novela lo que tanto tiempo llevabas buscando dentro de ti; si has vivido como tuyas las vidas de los héroes; si una lectura  te ha no solo conmovido, sino conmocionado; si alguna vez te has encontrado con un libro que llegaba en el momento preciso, y que suponía un bálsamo en el corazón,  un revoltijo en las tripas,  una pedrada en la cabeza, o lo que quiera que fuese que resultó justo lo que necesitabas en esa época… tenlo por cierto: eres afortunado. Porque cuando lo necesitaste, estuviste acompañado del mejor amigo, y porque durante ese tiempo te sentiste eterno.

Y ahora, cuéntanoslo.

Y a ti ¿qué libro, qué lectura, qué historia  te cambió la vida?

Cuéntanos  ahora que eres adulto,

cuando es más difícil esa relación tan atrevida con lo leído,

cómo la ficción ha podido llevarte a cambiar algo de tu vida.

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Cuando se leía en voz alta (II)

En la entrada anterior hablábamos de cómo este año (y siempre) el Quijote está suscitando una gran cantidad de homenajes y comentarios, muchos de ellos en relación con el acto mismo de la lectura. Comentábamos también cómo siempre se toman ciertos ejemplos extraídos de esta obra en relación con la lectura como acto público como la vez en la que el cura lee a quienes le rodean El curioso impertinente, o el famoso pasaje de la venta. Sin embargo poco se habla de un aspecto que hace tiempo llamó la atención en un artículo Margit Frenk sobre la lectura en la obra cervantina, donde ponía el foco no en sus manifestaciones orales y públicas, sino en su protagonista como ejemplo del nuevo tipo de lector que estaba surgiendo por entonces. Evidentemente, sabemos que la lectura individual y silenciosa ha existido siempreimg02-02, y hay que insistir en ello por su trascendencia de difícil asimilación hoy. El caso de Don Quijote es un ejemplo claro: leer para uno mismo tiene unas consecuencias preclaras: la lectura individual es única e impredecible. Al igual que los monjes que hicieron lecturas heréticas de los textos sagrados y que provocaron la prohibición de hacer interpretaciones libres de los mismos, así como que la imprenta se convirtiera en una herramienta que evitara la heterodoxia creando copias únicas que fomentaran versiones únicas, Alonso Quijano encarna el nuevo modelo de lector que interpreta individualmente (y correctamente) lo que lee con consecuencias no solamente individuales sino sociales: no es un loco porque quiera parecerse a los héroes de los libros de caballerías, sino porque de ellos aprende el valor de luchar contra las injusticias, de ahí que, más allá de que acierte o yerre en el planteamiento de su empresa, evidencia que de su lectura -que más tarde en el escrutinio de la biblioteca censurarán- se deslinde un afán de justicia aprendido a través de la literatura. El mismo Cervantes dijo  que su obra tendría tantas interpretaciones como lectores, y que debería primar la libertad frente al dogmatismo de una sola interpretación. Sin embargo, y aunque su lectura exija un lector individual, silencioso y concentrado las dos partes de la novela están escritas con las fórmulas adecuadas para su lectura en voz alta. Evidentemente, hay que destacar la grandeza del autor que contiene en su obra todas las costumbres sociales respecto al acto mismo de leer que predominaban en su época, pero sin duda la más llamativa de ellas es la que representa Don Quijote, a quien la lectura silenciosa convierte con un ciudadano comprometido y alborotador.

Con los siglos, ese modelo de lectura se ha ido extendiendo de tal manera que las muestras orales y públicas se han reducido a filandones conmemorativos y literarios, y otros actos de escasa relevancia cultural como la liturgia o los mítines políticos. Obviando la importancia de la riquísima cultura oral en otros continentes, en nuestro ámbito prevalece en la actualidad un tipo de lector sin lugar a dudas, hasta el punto de que podemos ver estampas comunes en los metros de grandes ciudades que de natural nos fascinan de puro increíbles: personas abstraídas que en medio del metro en hora punta tienen entre las manos un mamotreto de paginación centenaria del que no levantan la mirada. Es decir, se ha trasladado la lectura en soledad y en silencio hacia un lectura silenciosa pero pública. ¿Quién no ha viajado alguna vez en el metro de París o de Nueva York en un viaje y se ha topado con la chica concentrada en un libro cuyo peso le debe estar provocando lesiones en la espalda? Es inevitable no fijarse disimuladamente en el volumen para intentar averiguar si se trata de novela policíaca nórdica o algo tipo La catedral del mar. Cuál es nuestra sorpresa cuando nos fijamos en la portada y nos damos de morros con la gran sorpresa: increíblemente, está leyendo a Stendhal. Lo verdaderamente sorprendente no es, obviamente, que la gente lea a Stendhal, a quien es bastante recomendable leer, sino que se lea a Stendhal, a Dostoyevski y a Foucault en el metro. Aunque frecuente, el fotógrafo Reiner Gerritsen tomó una serie de fotografías en el metro de Nueva York como homenaje a esta práctica de leer en papel y en público, sustituida poco a poco por la de llevar un cacharro digital que ahorra a los viajeros cargar con el peso de los libros en papel y de la que podemos ver una muestra aquí. De entre todas las cuestiones que se desligan de esta práctica, llama más la atención el hecho de que la lectura silenciosa se haya vuelto social en tanto que un ejercicio que requiere un grado notable de concentración se realice en medio de uno de los ámbitos más ruidosos como es el metro. ¿Cómo es posible leer y comprender Los hermanos Karamazov como se debe leer mientras decenas de personas hablan, gritan, caminan y en el ambiente solo flota una sensación de agobio y estrés de la que es prácticamente imposible abstraerse? Cabe preguntarse, ¿es posible detenerse y reflexionar sobre si nos convence el sentido de la vida tras la muerte propuesta por el autor ruso en medio de una vorágine multisensorial, o no será que detrás del acto de leer en el metro hay mucho postureo? Sí, es cierto que la falta de tiempo lleva a muchas personas que viven en un determinado ámbito a aprovechar como sea los momentos de asueto para leer «a la desesperada», sin embargo, habría que pararse a pensar si la lectura en soledad no debería realizarse verdaderamente a solas. Está demostrado que leer en voz alta conlleva beneficios, pero también que puede estar uno leyendo un texto en voz alta sin enterarse de nada, frente a la lectura silenciosa, que implica comprensión y asunción de lo que se lee. Sin embargo, no solamente basta con leer para uno mismo, sino que hace falta detenerse y concentrarse durante largo tiempo, algo que no es tan sencillo de lograr y que los tiempos no favorecen. Mucho se habla de que los niños ya no leen y también de que sencillamente es que no se lee de la misma manera, pero sí que se lee. Bien, es obvio que a través de pantallas e hipervínculos se lee de otra manera, y que si las cosas no cambian mucho pronto será la forma mayoritaria de leer. Sin embargo, las consecuencias de una u otra lectura nunca pueden ser las mismas.

Puede parecer que el hecho de defender la lectura silenciosa en unas determinadas circunstancias muy concretas pueda sonar purista, elitista y trasnochada, teniendo en cuenta que uno de los valores que priman en la actualidad es la inmediatez: que inmediatamente te contesten al correo, al whatsapp, que inmediatamente te den lo que buscas, encender el ordenador y encontrar inmediatamente con un solo clic lo que querías saber. Pero nos pongamos como nos pongamos, lectura e inmediatez son categorías opuestas por definición. Los beneficios inmateriales de leer no tienen nada que ver con los beneficios de la era digital, porque lo inmediato se opone a la reflexión y al pensamiento crítico individual que solo puede ser fruto de uno mismo y del tiempo. No es un problema de formato, porque se puede leer como es debido en un libro electrónico, y de igual manera no enterarse de nada leyendo en papel, como podemos 756387903ceb4ef8341b14f7d70796dasospechar de quienes lo hacen en el metro. Así, hay que matizar qué es lo cuestionable, y que no tiene que ver estrictamente con el formato sino con el cómo se usa. Por lo tanto, para quienes creemos que no se puede leer a Dostoyevski en el metro no es una cuestión de elitismo intelectual, ni siquiera de un fetichismo por el hecho de preferir la maravillosa experiencia de sostener un objeto que tocar y oler entre las manos cada noche en la intimidad (aunque siendo sinceros, ¿no es esta una de las pequeñeces cotidianas que dignifican nuestros días?). Defender que a Dostoyevski y a tantos otros no se les puede leer en el metro es una cuestión de sentido común que solamente tiene que ver con la necesidad de tiempo, de silencio, de pensamiento, de reflexión y sobre todo de búsqueda de preguntas y respuestas interiores que nada tienen que ver con lo inmediato. ¿O es que acaso internet nos puede transmitir la grandiosidad de crear personajes que en una misma novela demuestren a la vez la existencia e inexistencia de Dios? Más aún, ¿puede internet ayudarnos en un solo clic a decidir cuál de las dos opciones queremos escoger?

Cuando se leía en voz alta (I)

En estos días se está hablando mucho del Quijote con motivo del centenario de la publicación de la segunda parte en 1615 , y por eso no es raro encontrar artículos conmemorativos de todo tipo sobre las virtudes de la obra, que son muchas. Un aspecto que siempre ha llamado mucho la atención es la importancia de la lectura dentro de la obra, más allá del propio afán del personaje principal, y es que en varias ocasiones se hacen alusiones directas a las costumbres lectoras de los individuos del siglo XVII. Por ejemplo, gracias al episodio de la venta, sabemos por boca del ventero que entre los segadores hay algunos que saben leer, y que tienen por costumbre la de reunirse en grupos numerosos a escuchar a uno de ellos que hace una lectura pública. Hoy en día a ningún lector le extraña que sea el cura quien relate a los demás y les lea, pero sí deberíamos reflexionar sobre el hecho de que la lectura fuera un acontecimiento público que se hiciera en comunidad. La breve alusión a los segadores es una muestra de que, pese a que la gran mayoría de la población no sabía leer, en todas las clases sociales había individuos que síscriptorium podían hacerlo.

Quizá hoy sigamos sin darle la importancia adecuada al hecho de saber leer como se leía entonces, ni al hecho mismo en general, teniendo en cuenta que las circunstancias vitales de entonces no eran ni por asomo las mismas. Evidentemente, tampoco en cuanto al desarrollo tecnológico, pero en este sentido no podemos compararnos a los individuos de los siglos XVI y XVII por el hecho de que ahora, además de estar alfabetizados, tenemos a nuestro alcance diversos medios de comunicación, pantallas y artilugios que nos permiten saber cualquier dato enciclopédico o lo que está pasando ahora en la Conchinchina con solo un clic. Tenemos bibliotecas, fondos periodísticos y audiovisuales, lo tenemos todo a nuestro alcance, incluso censura, que nada tiene que ver con la de entonces y que no necesita de Inquisiciones porque ya existen las editoriales que se cuidan bien de mirar por su bolsillo. Y aun teniéndolo todo hemos dejado de valorar la literatura como fuente de información, de contraste, de segunda opinión y de Autoridad, la autoridad de quienes vivieron, pensaron y sintieron situaciones parejas hace siglos. ¿Cómo entonces no valorar la importancia que tendría un solo libro en el siglo XVII cuando era la única posibilidad de conocimiento?

Así, podemos entonces comprender que, además de por su importancia social y comunitaria, leer en voz alta era la única posibilidad de acceder las historias por parte de una gran mayoría. Podemos imaginarnos casos paradigmáticos como el de las comunidades religiosas en las que durante las comidas había un monje que leía para el resto o, como en la obra cervantina o en los filandones de la montaña, por citar un ejemplo cercano a los leoneses. Obviamente, la finalidad en uno y otros casos era bien distinta, y es que frente al entretenimiento de contar y cantar romances y fabulaciones en el primer caso, en el segundo prima la divulgación religiosa. Si bien es cierto que en la Antigüedad y en la Edad Media no solo se leía en voz alta, tenemos esa imagen extendida, ya que leer para uno mismo era lo menos común, aunque necesario. En la próxima entrada hablaremos de las maravillosas consecuencias del cambio de paradigma lector, difícilmente cuantificables.

El libro que me cambió la vida (IV): Marta Sanz

Bayas rojas, de Albert Joseph Moore

Bayas rojas, de Albert Joseph Moore

Marta Sanz, autora de la cuarta lectura del Club para este curso, al igual que Juan Jacinto Muñoz Rengel habló sobre la novela de su vida en Culturamas. Estas son sus palabras:

Recuerdo que estaba en la cama. Debía de tener fiebre. Un gripe. Un catarro. Estaba sumida en un estado de aletargamiento propio del gusano de seda. Yo qué sé. Creo recordar que no se me quitaba el frío y que me costaba estirar las articulaciones.

Aun así, disfrutaba de la placentera experiencia de las enfermedades leves. La laxitud.

Aún vivía en casa de mis padres. Tenía a mi madre muy pendiente de mí. Yo estaría en el último año de instituto o en el primer año de carrera. No lo sé. Tengo mala memoria para las fechas exactas. También tengo una memoria débil para los argumentos de los libros. Me quedo con otras cosas que ahora no me apetece explicar.

En todo caso, sí sé que aún no había publicado ningún libro ni había vivido “mi experiencia sentimental traumática”. Todos vivimos una. O dos. Hay quien las encadena y ríe. Yo solo he pasado por una. Ha sido como la secuela de un sarampión. Un soplo cardíaco. Reuma. Inyecciones dolorosas de decenas de miles de unidades de benzentacil.

Recuerdo que estaba en la cama y que tenía a mi madre muy pendiente de mí. “Bebe agua”. “La pastillita”. “Cómetelo todo”. “¿Quieres que te traiga algo para leer?” Cuando se disfruta del sopor de la febrícula, todo sobra. “Déjame dormir”. Mis brazos –un papel de celofán mantenía unidos sus huesos- no podrían sostener el peso de un libro, la carga de gramos de las páginas. “Déjame dormir”.

Ni siquiera me molestaba mucho el ruido de la televisión al otro lado de la puerta.

No se me quitaba el frío y aún no había vivido “mi experiencia sentimental traumática”. Un día el letargo se me hizo aburrimiento, y mi madre me trajo un libro que no me costase sujetar y no me obligase a sacar demasiado los brazos de debajo del edredón.  

Sentí muchas cosas con El amante de Marguerite Duras. Sobre todo, las aprendí. Sentí cosas que ya sabe todo el mundo –el hielo quema- y otras menos fáciles: las palabras pueden cortar. Un vidrio de botella que penetra profundamente en la planta del pie. Entendí por qué me gustaba regodearme en mi fiebre. Arrancarme las costras. Sacar espinillas.

“Bebe agua”, “Cómetelo todo”, “Apaga la luz. Ya es tarde”. Leí todo el día y parte de la noche. Tardé mucho en leer un libro muy corto porque, después de cada frase, volvía a mirar, por enésima vez, la foto de la portada: Marguerite a la edad en que fornicaba a todas horas con su amante chino. Las ojeras, la boquita pintada. Los signos que deja el sexo en un cuerpecillo minúsculo. Abierto al cansancio. También al gozo.

El día en que el letargo se me hizo aburrimiento, aprendí que el amor era algo que tenía que ver con la imposibilidad y la fusión de sustancias antagónicas: rico y pobre, enfermo y vigoroso, niña y viejo, los de distintas razas y condiciones sociales. Deseé que el amor fuese así. Lo busqué. Me encerré dentro de una alcoba. Sudé mucho sin que me bajara la fiebre. Se me marcaron las ojeras. Me hice daño a mí misma.

Leí El amante. Propicié mi dolor. Lo anticipé. Pero también encontré su cura: una manera de contarlo.

 

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Y a ti ¿qué libro, qué lectura, qué historia  te cambió la vida? Cuéntanos cómo la ficción ha podido llevarte a cambiar algo de tu vidas siendo ya adulto, cuando es más difícil esa relación tan atrevida con lo leído.

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El libro que me cambió la vida (III): Alice Munro

 

Siren song - Victor Nizovtsev 1965 - Russian Fantasy painter - Tutt'Art@ (5)

 

Me interesé muy pronto por la lectura gracias a un cuento, La sirenita, de Hans Christian Andersen, que alguien me leyó. No sé si se acordará usted de la sirenita, pero es un cuento muy triste. La sirenita se enamora del príncipe, pero no puede casarse con él porque ella es una sirena. ¡Era tan triste…! No recuerdo los detalles. Pero en cualquier caso, en cuanto terminó el cuento salí fuera y estuve dando vueltas y vueltas alrededor de la casa donde vivíamos, una casa de ladrillo, e inventé un cuento con un final feliz, porque pensaba que la sirenita tenía derecho a ser feliz; me inventé un cuento distinto solo para mí, que no recorrería el mundo, pero pensé que lo había hecho lo mejor que pude; la sirenita se casaría con el príncipe y viviría feliz para siempre, lo que ciertamente se merecía, puesto que había hecho cosas terribles para ganarse la voluntad del príncipe. Había tenido que transformarse hasta conseguir unas piernas como las que tiene la gente corriente y caminar, ¡pero cada paso que daba era dolorosísimo! Estaba dispuesta a pasar por eso para conseguir al príncipe. Así que pensé que merecía algo más que morir en el agua. No me preocupó el hecho de que seguramente el resto del mundo no conocería el nuevo cuento, porque para mí era como si se hubiera publicado desde el primer momento en que pensé en ella. Así que ahí lo tiene. Fue un temprano inicio en la escritura.

Extraído de la entrevista de Stefan Asberg a Alice Munro en noviembre de 2013, tras la concesión del premio nobel de Literatura a la escritora canadiense.

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El libro que me cambió la vida (II) : Juan Jacinto Muñoz Rengel

H9f2a29357f26e5bdbfd2938e3821e04cace aproximadamente un año aparecía en Culturamas un artículo de Juan Jacinto Muñoz Rengel en el que contestaba a la pregunta acerca de la novela de su vida. Como les suele pasar a los amantes de la literatura, no es capaz de escoger en principio una sola obra y por eso no se resiste a citar a varios autores y títulos, algunos de los cuales recogemos en las imágenes de las cubiertas.

Leyendo a Juan Jacinto ha sido imposible no recordar a Bonilla hablando de la adolescencia como la edad en la que uno es susceptible de sufrir esas conmociones literarias queecaebe6dce23a8f8e64d5018867162aa te acompañan toda la vida, por lo que nos ha apetecido acercaros no solamente algunas de las predilectas del autor malagueño, sino el testimonio de cómo en la edad adulta aún podemos ser sorprendidos de esta manera por la ficción. Como colofón a ese breve homenaje a Solaris, Juan Jacinto Muñoz Rengel apunta no solamente la idea de que esta impresión depende de los libros y de nosotros mismos, sino de la importancia del momento.

Parece que hay una edad para todo, y que por desgracia siempre llega un momento en la vida del hombre en el que selibro_1362277233dejan de sentir ciertas cosas, o se sienten con menor intensidad. Es así de triste y me tomo como uno de los retos de mi vida conservar encendida la llama de esa intensidad. Sin embargo, una vez que pasa la candidez inicial, el estado de pureza, una vez que queda atrás el asombro y la perplejidad, y se va mermando o adormeciendo la capacidad de ser impresionado, todo se vuelve diferente. Por eso a partir de entonces las nuevas lecturas no consiguen conmoverte en un grado semejante. Te puedes encontrar con libros estupendos, puedes sorprenderte de cierta manera y disfrutar de ellos intelectualmente también de cierto modo. Pero rara vez será de nuevo lo mismo que aquella primera vez.

Y un buen día, no hace muchos años, me topé con Solaris, de Stanisław Lem. Y me demostró que estaba equivocado. No mucho, pero al menos lo suficiente y esperanzadoramente equivocado. Podía volver a sentir algo parecido con algunos libros; aquella lectura inflamada, aquel pasar las páginas viviendo el libro por dentro, Otra vuelta de tuercaaquel ser vivido por el libro muchos y muchos días después. Así que tengo que pensar que, si pudiéramos dejar aparte las ventajas y desventajas de partida, toda la carga del devenir personal, el mérito de Solaris fue aún mayor. […]

Ahora, en ocasiones, cuando pienso sobre estas cosas, me pregunto qué habría ocurrido si hubiera leído Solaris, de Stanisław Lem, a mis quince años, cuál habría sido la explosión. Aunque, en realidad, la verdadera pregunta que planea detrás de esto es si todo depende de los libros o si también son determinantes el azar de nuestra vida y nuestra disposición. (Fragmento extraído de Culturamas)

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