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La ficción o la vida

Ya lo dijo Aristóteles en su Poética allá por el siglo IV a.C.: el arte debe ser mímesis, imitación de la realidad. Y si no, es que es otra cosa. Pero a veces las relaciones entre lo uno y lo otro derivan en una confusión tal en el lector, que le lleva a tomar por ciertos los hechos relatados en papel. Afortunadamente, en el plano literario alguna de estas confusiones ha tenido consecuencias maravillosas como las salidas por La Mancha de un ingenioso hidalgo con el fin de acabar con las injusticias del mundo a imitación de los ficticios caballeros medievales de sus novelas favoritas.

Desde Aristóteles hasta nuestros días, incluso mucho tiempo antes de que se hablara de la posmodernidad, los autores ya jugaban a sabiendas con la idea de confundir -no solo a los personajes literarios creados por su mano- a los lectores potenciales. A través de la literatura y sobre todo del cine, nos pueden venir a la cabeza miles de ejemplos de cómo a veces desde nuestro papel de espectadores nos volvemos crédulos ante la historia que se nos cuenta. Ahora bien: esto en principio no es ingenuidad, sino la norma. De no realizarse el famoso pacto de ficción entre autor y lector, la lectura no tendría sentido. Así, cada vez que abrimos un libro aceptamos sin rechistar dos cosas: que lo que allí vamos a leer lo tomaremos como verdadero e incuestionable dentro de que sea coherente en otro mundo posible, y en segundo lugar, que ese universo creado, por mucho que a veces se parezca al nuestro es siempre ficción, y por lo tanto mentira. En relación con esto, existe lo que tradicionalmente se ha denominado lector ingenuo, que sería aquel que por su falta de práctica lectora no es capaz de diferenciar las argucias del autor a la hora de desarrollar la trama y por lo tanto toma como verdadero lo que se cuenta. Pero…¿quién de nosotros -más o menos experto en cuestiones literarias- no ha sido tentado cientos de veces con tomar como verdadero lo que dice una novela? No hay que buscar ejemplos de casos extremos en los que el fanatismo ha llevado a los seguidores de una determinada obra a trasladarla de diversas maneras al plano real, sino que mucho más cerca se hallan ejemplos derivados de la tan asidua práctica de la autoficción. Y es que si desde siempre el lector tiene una tendencia a veces irrefrenable a identificar al narrador con el autor (sobre todo cuando está en primera persona), desde que la tónica general es que los escritores partan de sí mismos como agentes del relato y de su biografía, la diferenciación entre lo que es ficción de lo que no es aún más conflictiva. Casos famosos desde los más clásicos hasta los más actuales los hay por doquier: Paul Auster convertido en detective en Ciudad de Cristal, Javier Marías como personaje dando clase en Oxford en Todas las almas, Trapiello, Coetzee, Vila-Matas, etc. Quizá el ejemplo más claro de hasta qué punto lo real puede convertirse en materia literaria con consecuencias memorables es el caso de Vargas Llosa y su tía Julia Urquidi, cuya relación dio pie a la trama de la maravillosa novela La tía Julia y el escribidor. Tras la separación del matrimonio, la tía seva385 rebeló contestando con Lo que Varguitas no dijo, invalidando lo que se narraba en la obra originaria y por lo tanto, dando a entender que no era tan ficcional lo que contaba su ex marido y sobrino. Y es que a veces da igual cuánta formación tenga uno, siempre hay que recordarse durante el tiempo de la lectura que por mucho que conozcamos a los personajes o los lugares que habitan no tienen por qué estar contándonos la verdad. Aristóteles ya dejaba bien claro que la mímesis debe ser ante todo verosímil, o lo que es lo mismo debe tener apariencia de verdad. Pero claro, no es lo mismo serlo que parecerlo.

Hace solamente unos días, se presentaba en Zamora la reedición de la novela Calle Feria, obra célebre en esas tierras por suceder la trama en una de sus calles, y en León por lo querido que es su autor Tomás Sánchez Santiago, quizá conocido más como poeta que por su obra en prosa. Cuando uno se enfrenta a las historias que se nos cuentan en esta colección de cuentos, -o novela si se prefiere-, se corre el peligro de creer que todos esos personajes que habitan la calle Feria de Zamora de verdad han existido, de tan cotidianos que nos parecen. Quienes procedemos del mundo de la filología somos especialmente cuidadosos con cumplir el pacto de ficción sin caer en la trampa, y acostumbramos nuestra mirada para no perder nunca el distanciamiento debido, hecho por el que una obra como Calle Feria nos parece maravillosa independientemente de que sus personajes tengan referentes reales o no, ya que eso es un hecho independiente. Pero a veces uno, por muy cuidadoso que sea con las herramientas filológicas que posee, categoriza la materia narrativa sin plantearse que la realidad a la que se alude puede traerle más de una sorpresa.

Como invitada en la mesa redonda que se celebró decidí hablar sobre lo insólito y todas sus manifestaciones en la novela como herramienta de justicia poética, siempre desde el punto de vista literario, ya que es obvio que por mucho que aparezca en la obra esa posibilidad las personas no pueden viajar en el tiempo ni traspasar la pantalla del cine para cobrar viCalle_Feriada en la película que se está proyectando. Pero poco a poco fui siendo testigo de que lo insólito a veces está detrás de los hechos reales que condicionan la vida literaria. De entrada, que la editorial Isla del náufrago del también escritor José Antonio Abella sea poco menos que una suerte de justicia poética que se dedica a rescatar por amor al arte a escritores infravalorados editorialmente, me pareció más propio de una trama novelesca que del mundo real donde lo que prima es el beneficio económico. Después empezaron a surgir entre el público historias y nombres que coincidían con algunos de los personajes de la novela y que preguntaban cómo era posible que los que habíamos estado ajenos a la realidad zamorana de la posguerra pudiéramos entender verdaderamente aquellas historias. Cabe preguntarse entonces dónde están los límites del pacto de ficción, y qué consecuencias pueden tener para quienes caen de un lado o del otro.

Tras todo aquello, paseaba junto a Tomás por las calles que parecen de otro tiempo, y que me parecía haber recorrido literariamente de la mano de alguno de sus personajes. Pregunté entonces, conmovida, por la dimensión real de todos aquellos nombres por quienes nunca me había atrevido a preguntar, de tan ficcionales que los creía. Me enteré entonces de que el magnífico cuento «Diario roto de un barbero», más allá de las irrupciones fantásticas en su trama, era terriblemente real. Que el Paco de verdad, como el de la barbería, tenía su establecimiento lleno de espejos colocados estratégicamente para ver a Palmira en todo momento. Que no se casaron nunca, y que después de décadas y de la enfermedad que terminó con los recuerdos de ella, él iba a visitarla todos los fines de semana.

Aristóteles tenía razón: hay que aceptar el pacto de ficción y meterse de lleno en las mentiras que el autor nos cuenta, porque solo así sufriremos en nuestra carne la catarsis que nos reconcilie con la vida. Tienen razón, además, quienes se empeñan en repetir que la literatura no es verdad, así como los narradores que defienden a ultranza la necesidad de la ficción. Y si no, basta recordar a los escritores que nos han visitado últimamente, como por ejemplo Martín Garzo, quien defendía la necesidad de las mentiras porque hablan de la verdad, o por la vía contraria Iwasaki, que nos recordaba a carcajadas lo inverosímil y fantástica que es nuestra realidad, casi tanto como la ficción.

A veces parece que la relación entre literatura y realidad se invierte y que llegan a ser lo mismo. A veces dan ganas de darle la vuelta a Aristóteles, y decirle que nos deje a solas con la vida para mirarla como si fuera un libro. Y que sea entonces la catarsis producida por los hechos cotidianos y no al revés quien nos reconcilie con la literatura.