Es innegable que, dejando a un lado lo metaliterario, hay en Chimal una gran preocupación social y personal que -bien en primer plano o como complemento de algo más- siempre acaba eclipsando al supuesto referente clásico para darle otra vuelta de tuerca y provocar terror, aunque diferente y la vez cotidiano.
El mejor ejemplo lo hallamos en el último relato, donde la inmortalidad y sexualidad de las vampiresas clásicas deja paso a otro otro tipo de peligros. La representación del vampiro unida a unas breves alusiones espaciales al norte de México producen en la cabeza del lector asociaciones inequívocas que nada tienen ya que ver con la vida eterna sino con el sufrimiento eterno, con el sometimiento sin fin que el sistema -el gran vampiro chupasangre de nuestro tiempo- produce en sus víctimas. Aunque hay por el mundo alante toda una estirpe de vampiros emparentados, la crudeza de la la realidad que circunscribe a determinadas zonas de México como Ciudad Juárez no deja de ser la alegoría vampírica del mal que devora y mata sin piedad.
¿Nos planteamos alguna vez hasta qué punto estamos sujetos a un modo de vida que, en los peores casos oprime, explota y deja indefensos a los más vulnerables, a «la gente buena»? ¿Hasta dónde llega nuestra alienación para que no nos quite el sueño saber que el vampiro está ahí, en su castillo, mientras nosotros (silenciados) nos sabemos con la posibilidad de luchar contra él con una estaca en cada mano? La continuidad del espacio y del tiempo, la atemporalidad del vampiro, la pérdida de la memoria de sus súbditos, memoria de la dominación, facilita que un personaje como el vampiro provoque el miedo a las injusticias que nunca tendrán fin.
Un clásico como la versión literaria de El exorcista ya dejaba claro hace tiempo que el demonio no tiene nada que hacer contra el poder de la mente humana, capaz de hacer levitar un cuerpo y de hablar lenguas muertas fingiendo una posesión ultraterrenal. No son pocos los thrillers psicológicos basados en los juegos de identidades que nos engañan y que evidencian que los trastornos de identidad son un mal que no solo es propio de la gran pantalla. De lo uno y de lo otro hay en el primer relato de Los atacantes «Tú sabes quién eres», pero con una novedad en cuanto al verdadero trasfondo de este tema omnipresente en nuestros días como es la identidad. Destaca especialmente el juego de narradores y el lenguaje, que acaba siendo la vía que evidencia el trastorno identitario que sufre el personaje-narrador, pues del tú al yo hay a veces una distancia ínfima, y la perspectiva de hechos y vivencias se precipita hasta que la protagonista se acaba fagocitando a sí misma.
Como la protagonista, tú, obviamente, sabes quién eres. Tienes un nombre, apellidos, DNI, memoria. Pero también es muy posible que poseas una red social, un correo electrónico, una serie de gustos que has hecho públicos así como puede que también tus opiniones políticas. Tus amigos están más cerca de ti que nunca, y gracias a sus fotos y comentarios puedes saber de ellos más allá de la distancia, y ellos también de ti. Queramos o no todos somos partícipes, responsables en la mascarada virtual de la que o formas parte, o de lo contrario no existes (de ahí que a nuestra protagonista tenga que reabrirse la cuenta que se había borrado para anunciar que va a dejar de ser alguien).
¿Dónde está el límite de nuestra privacidad? El texto nos pone tras el peligro más evidente que acucia a la protagonista del relato, ya que el acoso nunca ha sido tan fácil como lo es ahora. Sin embargo, exhibimos lo que somos, nos vendemos como producto de mercado a empresas que utilizan nuestros datos para sus estudios de márketing. Toda nuestra vida está en la red, de donde nunca podremos borrar lo que ya está escrito. Por otro lado, ¿de verdad tiene algo que ver con nosotros el individuo sonriente de nuestra foto de perfil, o es como nos gustaría que los demás creyeran que fuésemos?, ¿cómo es posible que nunca haya habido unas herramientas de comunicación tales como las que hay en nuestros días, y que sin embargo nunca hayan existido tantos problemas de aislamiento, comunicación, personalidad y soledad como los que está habiendo?, ¿no son todas nuestras demostraciones públicas una forma de llamar la atención, de paliar una verdadera indefensión, de esconder un sentimiento de soledad?, ¿hasta qué punto no llega la obsesión por mostrar una imagen diferente de uno mismo a parecerse a una posesión y a un ataque contra uno mismo que termina por hacernos dudar sobre quien de verdad somos?
De entre las denuncias sociales que pueden apreciarse de forma más o menos sutil a lo largo de la obra destacan aspectos como la discriminación de género. La exhibición del cuerpo y su importancia en la configuración de la identidad es especialmente relevante desde una perspectiva de género, algo que se refleja en los cambios de imagen constantes que realiza la protagonista tratando de cambiar. Por otra parte, cuando hablamos de acoso a través de internet es inevitable pensar en un primer momento en el acoso a menores, pero sobre todo el acoso sexual a mujeres. La juego narrativo del primer relato se sostiene sobre una confusión entre narradores unida al acoso sexual virtual que sufre la protagonista. Más allá de la ambigüedad en la posible interpretación del lector con la que juega Chimal las alusiones sexuales son explícitas, y el miedo que se refleja es el que proviene del acoso contra la intimidad y contra la integridad física. Los referentes nos resultan cotidianos: la mujer que es ignorada por la policía ante la ausencia de pruebas (situación que se repite y se agrava en “Connie Mulligan”), la indefensión ante el violador, la protección de otras mujeres, etc. Tampoco la violencia de la que se habla en “Él escribe su nombre” tiene carices neutrales, ni mucho menos el tratamiento que el protagonista hace de los personajes femeninos.
En un tono cargado de ironía, aunque igualmente desasosegante “Connie Mulligan” nos presenta una situación delirante con seres extraterrestres que trasluce una realidad aún más delirante sin necesidad de amenazas alienígenas, la desesperación cotidiana del tráfico de influencias que están alojadas a cualquier nivel de nuestra sociedad, una sociedad llena de corrupción, amiguismos en la que que definitivamente “los locos tienen el poder”. En una galería del terror no pueden faltar los fantasmas, tanto en su dimensión más clásica («Él escribe su nombre») como en una más contemporánea a través de un personaje con referente real como el carablanca. La violencia se convierte en protagonista en «Aquí se entiende todo», una violencia tan cotidiana que, deglutamos a diario mientras vemos el telediario acompañando nuestras lentejas. El motivo del monstruo resulta ineludible para hablar de la violencia, de lo que somos, de que la apariencia terrorífica que nos ayudaba a identificar a estos seres se ha diluido hasta el punto de vivir rodeados de ellos, solamente reconocibles por sus actos.