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Ni a ti ni a mí nos ha pasado nunca nada

 Patricia Esteban Erlés

Ni a ti ni a mí nos ha pasado nunca nada.
Lo entendemos ahora, en estos días, en que parece que está cumpliéndose el sueño de alguien muy perturbado de rodar una película apocalíptica, reduciendo las calles a escenarios vacíos y muy tristes, con doscientos gramos de lluvia y un cielo convenientemente gris. No nos ha pasado nada, nunca, me digo, cuando un chico se cruza de acera para no acercarse mucho. Cuando guardo la fila a dos metros del cliente anterior en el súper, cuando espero a que el vigilante nos deje entrar y entonces encuentro que no hay naranjas en la frutería, ni tarrinas para mis gatos, ni espirales de pasta. Siempre hemos llenado los carros sin pensar, siempre hemos caminado junto a los otros desconocidos sin temer un contagio, sin estigmatizar una tos seca.

 Old man (James Coates)

———- Old man (James Coates)

Hoy no tenía dinero en casa y me ha dado reparo ir al cajero. He visto a la policía parando gente, he pensado de pronto en todas las películas en las que alguien inocente de todo se convierte en culpable y es detenido por incumplir una norma, por cruzar una calle a deshoras. He pasado a la tienda del árabe que queda cerca y le he explicado que llevaba tres euros, que me pesara las naranjas y sumara lo que valía el cuscús para ver si me llegaba. No importa, me ha dicho con una sonrisa franca que se agradece en estos días de risitas nerviosas y desconcierto. Ya pagarás si no te alcanza. Y pienso en la chica china que vive enfrente y en la familia africana, todos salieron ayer al balcón a las ocho de la tarde para aplaudir a los sanitarios que siguen al pie del cañón, igual que las reponedoras agotadas, que las cajeras del súper, donde tú y yo compramos con el susto en el cuerpo porque nunca nos ha pasado nada. Aplaudían desde las ventanas y yo también, por eso no hice fotos. Había que reconocer a los que sí están mirando a la muerte de frente, a los que caminan por los mismos pasillos que ella. Nunca nos había pasado nada. Los bares cerrados, las tiendas de ropa, los bazares chinos, las escuelas, las librerías. El Coliseo desierto en Roma, asombrado de su propio silencio. El metro viajando para transportar fantasmas. Un perro se ha convertido en el mejor salvoconducto, en la única excusa que te permite salir, fingir que no estás recluida del todo. El mundo que la semana pasada era fácil de transitar hoy tiene las persianas bajadas y ellas, tantas ellas, aun así se levantan a la hora de siempre, sin saber si ya enfermaron, si caerán hoy, y se ponen su uniforme y cobran tus naranjas, ellas y ellos limpian como sísifos condenados la manija de una puerta que tocan tantos, una vez y otra más, ellas y ellos atienden el teléfono o ayudan a un enfermo a incorporarse en su cama sin dejar de sonreír como cada día.
Es verdad. Nunca nos había pasado nada. Apretamos un interruptor y se hace la luz. Hemos podido coger un vuelo por lo que cuesta una chaqueta de Zara, hemos desayunado la mejor tarta de zanahoria del mundo en Nueva York, hemos comprado por internet primeras ediciones de libros amados, zapatos japoneses. Es hora de aceptarlo y de admirar a los ancianos que se hicieron expertos en colas de racionamiento, en disimular el miedo, en atesorar el aceite como oro líquido, en besar el pan, en comer a oscuras, a escondidas, muchos años después, solo porque nunca se les pasó del todo el hambre acumulada. Hoy hay que cuidarlos, que quedarse en casa y no gimotear en vano, porque a ellos sí, a ellos les ha pasado todo.

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Agradecemos a la autora del texto, la escritora Patricia Esteban Erlés, la generosidad de permitirnos compartirlo públicamente en nuestro blog. ¡Gracias, Patricia!  ¡Hasta pronto!

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