Sacrificio, de Alberto R. Torices

Por Natalia Álvarez Méndez
Profesora Titular de Teoría de la Literatura de la ULE

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Santa Eulalia (detalle), de John William Waterhouse

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Autor Rodríguez Torices, Alberto, 1972-
Título Sacrificio / Alberto R. Torices
Publicación Madrid : Gadir, [2015]
Descripción 162 p. ; 21 cm
Premio Novela Corta de la Fundación MonteLeón 2015
ISBN 978-84-944455-6-9 ; 978-84-944455-9-0 (Contracub.)

Puedes encontrar ejemplares en la Biblioteca de la Universidad de León.

Sacrificio. Qué hermoso título. En un principio puede parecer tan sencillo como contundente pero tras la lectura de la narración se incrementa su carácter rotundo al revelarse como un vocablo plenamente significativo. Esta novela –IV Premio de Novela Corta de la Fundación Monteleón 2015– desarrolla inicialmente una trama centrada en el aprendizaje emocional, sentimental, de un muchacho situado a las puertas de la adolescencia. Sin embargo, ese hilo conductor, que parte del amor y los deseos frustrados, nos conduce a otros niveles temáticos de mayor profundidad que se generan gracias a una voz que despliega su personalidad, sus intereses literarios tanto en el contenido como en el acabado, y que demuestra una hábil destreza en el manejo de todos los recursos narrativos.

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Paseo por el río, de Jeffrey T. Larson

De tal modo, la novela nos ubica en la adolescencia pero, como se nos concreta en la contraportada, va más allá, pues «se sirve del tránsito a la adolescencia como metáfora de los períodos críticos de nuestras vidas, en los que la realidad y nuestro deseo colisionan y tiene lugar la batalla más cruenta: una refriega sentimental que nos permite madurar, aunque dolorosamente, y en cuyo saldo se incluye con frecuencia el sacrificio de un tercero». Ese tránsito queda bien consignado en el guiño circular que encauza la novela, ya que la misma aunque matizada y enriquecida reflexión está contenida tanto en el primer párrafo como en el último de la obra:

«Pero admitamos antes que un principio es siempre el final de otra cosa, determinante aunque no se diga» (p. 15);

«Todo final es el principio de otra cosa, confundible aunque se diga» (p. 159).

Se evoluciona, por lo tanto, del aprendizaje emocional de un chico –el protagonista, personaje simbólicamente innominado– al aprendizaje vital extrapolable a cualquier etapa de nuestra existencia en la que nos enfrentamos a cambios no exentos de dolor y renuncias. De ahí que no debamos sorprendernos cuando al leer Sacrificio nos van golpeando frases que nos obligan a detener el ritmo, a pensar, pues nos conducen a revelaciones con un interesante trasfondo moral sobre la identidad, el paso del tiempo, la inocencia perdida, el amor, el deseo, el dolor, el suicidio, el cuerpo, la pareja, los hijos, la falta de comunicación, la ausencia de inteligencia emocional, o el alcance del daño que pueden hacer determinadas palabras, actos concretos y terribles abusos. No extraña, por lo tanto, que Alberto R. Torices, gran conocedor de la tradición literaria –como se constata en sus textos no ficcionales y también en su obra de ficción, por ejemplo en los relatos de Los sueños apócrifos que nos ofrecen bellos homenajes a grandes títulos de la literatura universal–, ofrezca al lector como epígrafe introductorio a su obra un fragmento de El puente de San Luis Rey, de Thornton Wilder, que versa así:

«Miraba el amor como una especie de enfermedad cruel a través de la cual es preciso que pasen los elegidos al final de la juventud y de la cual salen pálidos y agotados, pero listos para el trabajo de vivir».

Es en ese «trabajo de vivir» en el que profundiza Sacrificio a través de un motivo que creo que forma parte desde siempre del territorio literario de su autor, ya que ha profundizado en él con anterioridad en otras de sus narraciones desde la publicación de Yo, el monstruo. Me refiero a la culpa. El chico, el personaje central de la novela, se muestra constantemente frustrado por la ausencia de valor para hacer lo que realmente desearía, por su escasa capacidad de reacción, de respuesta ante el mundo que se abre ante él. Tal hecho provoca su decepción y su furia con lo que le rodea y consigo mismo por sentirse más un espectador que un protagonista de su propia vida. Ese comportamiento se ve unido, además, al concepto del bien y del mal que ha interiorizado o aprehendido a lo largo de su corto periplo vital. Por ello manifiesta con frecuencia la sensación de estar haciendo algo que no debe, como si sus pensamientos no fueran algo natural sino algo vergonzoso y sucio. Ese pudor constante, que le obliga a mentir o a disimular, enlaza, a su vez, con el miedo a perder los pequeños logros alcanzados en esa nueva etapa de su vida, lo que le lleva a ser cruel de modo premeditado en ciertas ocasiones provocando el daño a terceros. Toda esta vertiente temática nos aboca a la idea de equivocarse como fuente de crecimiento. El narrador ya nos avanza, nos sugiere, en la segunda página de la novela ese proceso con una hermosa y perfecta frase:

«Y así conoció el chico el miedo, primero, y el deseo, después, de desencajarse y salir despedido del propio camino y hasta de sí mismo» (p. 16).

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Ondulaciones, de Jeffrey T. Larson

En ese contexto sobresale la fuerza de los personajes, cuyo retrato logra que la literatura se haga vida, que la trama se convierta en realidad. Pienso en el empleo de materiales que, ficticios o extraídos de la vida, erigen una verdad en el seno de la narración gracias a personajes que se configuran como «reales». Esto se consigue mediante el relato de sus sueños, el relato de hechos cotidianos de sus existencias, y a través de las pinceladas descriptivas –corporales o físicas, y de sentimientos y actitudes– que los convierten en seres de carne y hueso. Es muy interesante, además, percibir cómo hasta los personajes secundarios son retratados de igual modo, con la misma intensidad psicológica aunque se les dedique lógicamente menos espacio discursivo. Por tal motivo, hay pasajes magníficos centrados en la madre del chico y en la madre de la muchacha adolescente, y líneas conmovedoras y muy significativas dedicadas incluso a un personaje apenas visible en las acciones principales como es la pareja de la progenitora del chico. A ello se suma que, a pesar del protagonista masculino, las mujeres tienen una fuerza especial en la trama, así como el comportamiento de los hombres con ellas bajo el que se esconde gran parte del trasfondo moral de la novela.

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Un baño, de Jeffrey T. Larson

Pero a todo lo dicho se suma un elemento más que se convierte en imprescindible y que constituye uno de los mayores aciertos de Sacrificio: la mirada narradora que consigue penetrar en la complejidad y en la hondura de esa etapa de la adolescencia. A lo largo de toda la novela, estructurada en tres partes –una primera muy larga que abarca el nuevo mundo que se abre ante el protagonista, una segunda más breve que se inicia con la destrucción de ese mundo, y una tercera todavía más breve en la que se cierra la trama– se nos presenta un narrador externo a la acción, que no participa en ella, que nos traslada la historia a través de una tercera persona gramatical, aparentemente la más objetiva a la hora de relatar aunque esto sería muy discutible ya que nos encontramos con constantes guiños en muchas de las frases de Sacrificio que desmienten esa objetividad pura, guiños que contribuyen a la riqueza de esta narración y que el lector avezado logrará captar. Sin embargo, en el inicio de la tercera parte se intercala un discurso totalmente diferente, sintético pero muy impactante, marcado por la letra cursiva y por la voz del personaje, la voz del chico que expone en primera persona sus pensamientos. Pero no es la identidad del adolescente la que habla, lo que se introduce es su voz adulta que nos ofrece de modo directo y con formato autobiográfico el testimonio de su experiencia. Ese espectacular e inesperado quiebro de la linealidad de la historia, ese cambio de narrador que juega a distanciarse del relato de su vida a través de la tercera persona en el resto de páginas, nos ofrece la clave de la novela. Dicha forma da un mayor significado a los temas planteados, explicita su función e implica que la adolescencia se recrea o se revisita desde la perspectiva del adulto, que el protagonista necesita expiar su culpa y que, por lo tanto, esa etapa y el daño hecho siguen pesando en la identidad en la que nos convertimos al madurar. Tras ello se retoma la tercera persona en las últimas páginas que golpean de modo tremendo al lector con un final sorprendente de la historia del chico y que repercuten, en un gran triunfo final, sobre el contenido de las páginas anteriores presentadas en primera persona.

En suma, no hay nada en Sacrificio que sea inconsciente ni gratuito. El testimonio de vida que ofrece nos permite comprender mejor la naturaleza humana que nos lleva por la senda del autoconocimiento tras equivocarnos, tras perdernos. Todo ello aderezado por la calidad estética de su estilo, por la fuerza y la frescura de una prosa madura y pulcra, precisa pero con hallazgos verbales que la hacen bella tanto en las pinceladas descriptivas como en la narración más pura, una prosa capaz de realizar la hazaña más importante que no es otra que la de mover al lector.

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Siesta en la playa, de Jeffrey T. Larson

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