Desasosegante, incómoda e inquietante, la poética de Ariadna Castellarnau ha sido definida por los socios del club como el preciso y estremecedor reflejo del comportamiento del ser humano, al que se le convoca desde lo ominoso. Tienen cabida en su narrativa lo doméstico, lo social y lo político-económico como ejes que la vertebran y a través de los cuales transita la oscuridad, redefinida como espacio de transformación del que se deslidan dos vías posibles: el crecimiento o la desolación. Así se constata a través de la naturaleza, cuyo encuentro, lejos de resultar bucólico, conduce al descanso, a la luz, al fin de la oscuridad. Tal fuera el caso de personajes como Lucia, abocada a pertenecer a la tierra de la que ha venido y a la que siempre pertenecerá a causa del misterioso Largo, redefinido desde la mitología prehispánica, aunque con características que se asemejan a Peter Pan.
Ariadna Castellarnau nos sorprende con imágenes macabras difíciles de olvidar que prefiguran el universo del terror en el que se inscribe su poética. Tal fuera el caso de los huesos de la hermana de Mauro en «De pronto un diluvio» o la acción de los chicos que juegan en el jardín en el cuento homónimo que nos hizo recordar la película Funny games. En ella y en el cuento, la desprotección del hogar se hace patente, considerando incluso la familia como el lugar en el que también se sitúa la oscuridad. Las familias de los cuentos infantiles, definidas ya por la autora como «desquiciadas y disfuncionales», nos mueven a comprender la caracterización de este espacio como aquel en el que median las relaciones de poder y la apariencia. Así, «Al mejor de todos nuestros hijos» enfrenta en ese homenaje la culpa de la protagonista por haber abandonado el hogar, que la acaba haciendo suya. La familia como espacio opresor también tiene cabida en «El hombre del agua»; relato en el que no debemos olvidar el fanatismo religioso que se respira en la trama y la inferioridad que caracteriza a la hija carente del don.
Teniendo en cuenta que la crueldad infantil es uno de los temas predominantes en la narrativa actual, Castellarnau trabaja en su obra los personajes infantiles desde la desprotección, los celos y las cargas familiares. De la inocencia que a priori constituye a la niñez parte la autora para monstrificar a aquellas entidades que, en apariencia, presentan cierta ternura hacia los personajes de los relatos. Lo observamos en «Marina Fun» y en «Calipso». Manipulativo y seductor, el comportamiento y la belleza de la niña de este último texto se asemeja, afirman los socios, a la niña de Lolita, de Vladimir Nabokov, así como representa a todas las mujeres que la trata ha convertido en lo que ahora son. Los niños de la obra de Castellarnau son los desgraciados de Baroja, que se suman al halo de desesperanza que emerge en todos los relatos y en el que adquiere suma importancia el valor del silencio.
Por otro lado, la angustia existencial, el reencuentro con uno mismo tiene cabida en «La isla en el cielo», el único relato con un final cerrado, el más oscuro de todos, en palabras de los socios, quienes llaman la atención sobre esa barca y el perfecto hueco que deja el destrozo acaecido para albergar en él al bebé; la clave simbólica y resolutiva que Rebeca y Noel tanto ansiaban encontrar.
En definitiva, la oscuridad que rodea la atmósfera de toda la obra se sitúa en espacios marginales, periféricos, y, sobre todo, en la propia oscuridad interna del individuo; aquel mundo desde el que nunca se ve la luz.