Por Raquel de la Varga
Como muy bien afirma Alejandro Duque en su artículo para la Revista Mercurio, los personajes de Jon Bilbao «llevan vidas anodinas”, o mejor dicho, son gente corriente como cualquiera de nosotros que, más que bajo sus pies llevan (llevamos) dentro un volcán que es un peligro latente para nuestra paz interior. Todos y cada uno de los personajes que habitan Estrómboli componen una galería de cómo manejar la autogestión y autorregulación de la presión, como si de volcanes con erupciones piroclásticas o estrombolianas se tratara. Cualquiera de ellos nos sirve.
Los protagonistas del relato que da título al libro y que lo cierra nos sirven de perfecto ejemplo para ver cómo gestionar las emociones es algo que puede condicionar por completo nuestra manera de ser y nuestra existencia. Alex y Xabier son persona(je)s completamente corrientes. Cuatro pinceladas son suficientes para perfilar una honda psicología en 60 páginas.
Xabier, dentro de su normalidad, decide en cuestión de minutos ser infiel a su mujer sin ningún tipo de cuestionamiento moral, al igual que es capaz de mantener la frialdad para hablar por teléfono con su hermano en la escena (sí, he escrito escena) final; tampoco duda en mezclar en su mente la imagen de dos mujeres opuestas de la manera más frívola por su puro deleite en una situación cuanto menos…tensa. Es, por decirlo de alguna manera, un tipo resolutivo. En cambio, su hermano Alex es visceral, afectivo e impulsivo. Es capaz de permanecer enamorado durante años de una mujer con la que convive laboralmente sin aclarar algo tan obvio como el tipo de relación que mantienen. Y así, algo que se solucionaría con una conversación puntual entre dos adultos, acaba desencadenando una explosión estromboliana y una serie de consecuencias evitables y catastróficas. Alex es, en otras palabras, inseguro, falto de voluntad y poco resolutivo: huye para no afrontar la realidad. Muchos se preguntarán cuál es el verdadero final de este cuento en apariencia inconcluso… Como dijo Shakespeare, que el arte se convierta en el espejo de vicios y virtudes de cada sociedad que lo contempla… y que reflexione y aprenda.
Otro de los relatos en los que la temática cobra especial relevancia de manera independiente es “Como en un idioma desconocido”, perfecto retrato de cómo nos llega a afectar la vida laboral hasta el punto de terminar con toda candidez e integridad que nos caracterizan en nuestra juventud. En la primera página, el joven ingeniero recién licenciado quiere comerse el mundo con veinticuatro años, ser competente y profesional, pero su contrato le lleva a verse envuelto en un ambiente laboral (que a los de ciudades de provincia como la nuestra no nos suena muy lejano) viciado, lleno de envidia, endogamia y para colmo en una localidad pequeña. En la segunda página afirma con cierto asco que nunca haría lo que sus compañeros de piso: ir a un burdel. A mitad del relato empieza a aceptar cometer cierto tipo de ilegalidades, para su buen descanso, creyendo que menos inocentes que otras. Para cuando hemos llegado a la última página parece desenvolverse con cierta naturalidad en el mismo burdel al que había jurado nunca ir. Y como es propio del sarcasmo y no de la ironía, ese maravilloso narrador nos da con la puerta en las narices porque todo tiene un límite. Y el verdadero sarcasmo por definición duele.
Otra prueba más de que el volcán habita en todos nosotros es el collage de “Una boda en invierno”. De una situación que parece hasta cierto punto cotidiana, al rascar vamos corroborando por boca de cada uno de los personajes que cada cual tiene sus taras y sus formas de canalizar de forma más o menos humana / honrosa esa presión que llevan dentro: infidelidad, dependencia, desesperación convertida en sexualidad exacerbada. Mucha dependencia. Detrás de una historia que seguirá más allá de la última página está la radiografía de varias formas de ser y de estar en el mundo. De nuevo, que cada cual se mire y se reconozca.
Se podría hablar de muchas más cuestiones presentes en el texto que sería injustificable no nombrar: la presencia del cine y el narrador, que en parte tienen mucho que ver y que van de la mano. Desde el mismo título de Estrómboli nos vienen a la cabeza muchas películas, bien por el argumento (como ocurre con el primer relato y “Straw Dogs»), por la creación de imágenes (persecuciones, asesinatos y coches clásicos camino a Las Vegas) y por último, gracias a ese narrador en apariencia sencillo y naturalista que no utiliza una palabra de manera inocente. Si hay algún relato en el que se aproxima a la voz en of del cine negro, es en “El peso de tu hijo en oro”, donde el narrador está más cerca de convertirse en un trasunto de Hitchcock por cuanto de suspense hay en él. Pero además del narrador, este relato (como podrían ser otros) es un perfecto ejemplo de cómo se conjuga uno de los temas principales del libro, la violencia, con el resto de factores. Técnica cinematográfica, narración a la que no le sobra ni le falta una palabra, personajes de hondísima psicología, problemática moral, final supuestamente abierto, relato redondo.
Sin sacar las cosas de contexto, la violencia y, sobre todo, cómo reaccionamos como lectores/espectadores ante ella, da para bastantes reflexiones si pensamos en cómo funcionan nuestro resortes en este libro, así como en otras manifestaciones, pongamos por caso cinematográficas, como por ejemplo las películas de Tarantino. Ya ni ante las imágenes reales de violencia de los telediarios nos impactamos, estamos tan hechos a la violencia que hasta existe un gusto por lo gore, por lo violento porque sí. A esto hay que añadir la propia poética de lo macabro, ya que lo mismo sucede en la literatura. Y si he querido citar precisamente el caso de Tarantino, no solo es por la razón evidente, que pasa por la abundancia de escenas violentas en sus películas. En lo que no recaemos es en cómo el espectador es capaz de empatizar con los personajes hasta el punto de JUSTIFICAR toda venganza. Como les pasaría a los habitantes de la antigua Roma cuando acudían al circo o al teatro, ponerse en la piel de otra persona y sentir esa catarsis que confundimos con justicia es, hasta cierto punto, lógico humanamente hablando. ¿Quién no entiende que Uma Thurman quiera matar a Bill después de que él intentara asesinarla a ella y a la criatura que llevaba en sus entrañas? Esta historia de la venganza que se repite en todas sus películas acaba por agotarse, porque como espectador, ya no me dice nada nuevo. Y ahora pensemos en el caso de “Straw Dogs” de Sam Peckinpah, tan presente en el primer relato. Pensemos en Dustin Hoffman con ojos desorbitados conduciendo hacia ninguna parte, o en nuestro protagonista a punto de recibir una paliza mortal de necesidad. Como espectador/lector, la tesitura y lo que ella lleva a pensar es harto más complejo que en la de un Tarantino donde la ficción parece aún mucho más fantástica. Como espectador/lector, uno debe preguntarse hasta qué punto es sólo un voyeur de la situación y cómo es posible que, llegados al momento de máxima tensión, uno mismo le hubiera levantado la mano al personaje de “Crónica distanciada de mi último verano” para que le parta la cara a su novia. En efecto: reconocerse a uno mismo puede dar miedo.
En la sesión de guía a la lectura escuchamos al propio Jon Bilbao decir en una entrevista que su postura parte del supuesto de que la buena literatura es aquella en la que no todo está en el texto. Mucho más allá de lo obvio de los finales abiertos, en el texto de Jon Bilbao sólo está la superficie de toda una trama profunda que el lector puede y debe completar. Porque seamos honestos: en «Estrómboli» no existen los finales abiertos; existen los lectores con libertad para interpretar. Si somos unos lectores sugestionables (como deberíamos ser), seguramente se nos haya cortado la respiración en el mismo momento de descubrir una de las escenas más crudas y violentas de todo el libro: ese preciso momento en el que el cojo descubre el brazo cortado del hijo de su mejor amigo. A partir de ahí nos dejaremos conducir por ese narrador y no pararemos de preguntarnos (y de interpelar al autor) para que por favor encontremos la palabra que nos dé la clave sobre si el cojo es o no culpable de la muerte del niño. Poco a poco se termina el relato y se vuelve a mascar la tragedia: ¿matará el padre a su amigo como venganza por una desgracia de la que ni siquiera sabe si es culpable? (¿Le sirve de algo saberlo?) (¿algún personaje de Tarantino se pregunta alguna vez por si es o no justo o si le sirve provocar poco menos que una hecatombe con inocentes?).
Hay mucho que agradecer a Jon Bilbao por este relato, porque hace mucho más que dejarnos en vilo. Como dijo Cotzee, un libro debería ser un hacha para romper el mar congelado en nuestro interior, y como lectores y personas, el mayor favor que nos pueden hacer es revolver ese mar interior antes de que se estanque para volver a llenarse de agua nueva. Que le revuelvan a uno por dentro y que le obliguen a pensar y a elegir es tarea dolorosa (casi como devolverle a alguien el peso de su hijo en oro).
La venganza y la ira como temas artísticos y humanos abarcan emociones complejas, sí, pero habría que preguntarle a Tarantino a ver para cuándo una película sobre el perdón.