El destino más cruel

La tan famosa sentencia atribuida a Plinio el joven Nullum esse librum tam malum, ut non in aliqua parte prodesset, o lo que es lo mismo, no hay libro tan malo que no contenga algo de provecho es por tradición una verdad asumida y repetida hasta la saciedad, hasta el punto de que no parece haber ninguna razón lógica para acabar gratuitamente con la existencia de ninguna obra literaria. Pero el hecho de que la biblioteca infinita anhelada por Borges sea una quimera, hace que editoriales y organismos como fundaciones o bibliotecas sufran inevitables problemas de espacio. Esto ha derivado en que en la actualidad existan leyes que regulen la situación de los cientos de miles de libros que nadie quiere, solventando este problema con una solución radical: destruirlos.

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Quema de libros durante la dictadura de Pinochet (1973)

La realidad mercantil que rodea al mundo editorial hace que parezcan incuestionables los motivos por los cuales tal o cual edición que lleva varios años sin venderse deba desaparecer de los sótanos para procurar espacio a nuevos ejemplares. Las leyes del mercado son así, y al editor no le queda más remedio que hacer lo que económicamente más le conviene, que es llevar esos cientos de libros a la incineradora. Parece una idea sacada de las censuras más crueles de la historia, una película de ciencia ficción o el argumento de una crónica sobre prácticas inquisitoriales, pero no. Lamentablemente, es la realidad. Cada vez que pasa un determinado tiempo tras una publicación, la editorial tiene por ley todo el derecho de destruir los libros sobrantes que no se venden.

Por un lado, hay que decir que esta circunstancia no es algo propio de la legislación española aunque aparezca recogido en la Ley de Propiedad Intelectual, sino que es algo asumido internacionalmente. Cualquiera podría preguntarse cómo es posible que algo así no tenga mayor visibilidad, y es que en ocasiones los propios autores se enteran de esta prebenda cuando se les llama desde las editoriales para informarles de que van a llevar sus libros a la incineradora. El desconocimiento es tal, que muchos no saben que pueden negarse y hacerse cargo ellos mismos de la obra que va a ser destruida.

Fotograma de la película «Farenheit 451» de Truffaut (1966)

Por otro lado podríamos preguntarnos cómo es que no nos suena haber oído nada en los medios de comunicación. La respuesta es simple: si buscamos en la red o esperamos ver opiniones críticas al respecto en la prensa no nos las vamos a encontrar, pero no porque no las haya, sino porque la censura es un mecanismo tan versátil que cambia de forma en cada lugar y a cada momento de la historia según diversos intereses. Así, en la prensa nacional o en periódicos como el diario Clarín de Argentina ha habido artículos que alertaban de lo injusto del hecho de que la ley establezca que condenar esos libros a la quema desgrava, mientras que si se donan hay que pagar un porcentaje mayor en impuestos. Diversos blogs especializados hablan del tema, pero de lo aparecido en prensa no queda prácticamente ningún vestigio.

Juan José Millás en un artículo del pasado año decía: El libro tiene un costado contable, eso no podemos negarlo. Hay quien lo escribe, quien lo edita, quien lo distribuye y hay, con suerte, alguien que lo compra. Proporciona puestos de trabajo, genera actividad económica e influye en el PIB. Pero, claro, todo eso es pura filfa en relación con los beneficios intangibles que proporciona. Un sistema filosófico, en fin, no es un bien consumible. Que las editoriales sean empresas y como tales miren por sus intereses es una evidencia, pero que un Estado no regule sus leyes para proteger la cultura ya es algo más cuestionable. Los libros son un producto más, un bien material generador de riqueza en el universo de la mercadotecnia, pero no debemos perder de vista que tras el puro soporte físico se esconde una entidad artística capaz de generar emociones, de provocar pensamiento crítico, cuestionamientos de orden moral y la destrucción de dogmas que se creían incorruptibles. Son entes que quizá contengan las claves para entender el mundo. ¿Cómo es posible entonces que se legitime la destrucción masiva de libros en lugar de facilitar su donación a bibliotecas?.

Hechos como este, unidos a otros tan cuestionados como el canon que las bibliotecas públicas deben pagar en relación con los derechos de autor hacen pensar que la situación imaginada por Ray Bradbury no es una utopía sino una realidad cercana. Un libro escondido en un depósito de cualquier biblioteca está como dormido, ausente, pero no muerto. Frente al que acaba siendo víctima del fuego, cualquier libro por olvidado o escondido que permanezca tiene la posibilidad de volver a ser descubierto, de generar vida. Permitir un destino tan cruel para el libro es permitir un genocidio cultural, robarnos a nosotros mismos la oportunidad y la obligación de sentir, de aprender, de revivir y de dar vida. De cambiar. Lo contrario solamente nos lleva a la deshumanización.

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Representación de la Biblioteca de Babel (1941)

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