Historia de cómo Luci Law se enamoró de una silla.
Cristina Flantains
(Fotografia de Andrew Wilcox – Mujer en Sillla Peacock-L, creación del estudio canadiense de diseño UUFI. 2011)
Luci Law era ese tipo de chica que siempre lo tenía todo claro, además poseía un carácter equilibrado que le permitía proyectarse muy bien en su entorno aunque sin llegar a ser tan atorrante como un amado líder. Era de esa clase de personas con las que siempre se cuenta porque su eficacia y prudencia elevaban cualquier cosa en la que se veían envueltas. Hay que decir también que era una chica guapa, con un gesto amable y unos rasgos perfectamente equilibrados. Por supuesto que fue una buena estudiante, sin llegar a la excelencia, algo que por otro lado no le hubiese convenido en aquel momento político social en que se vivía, donde sobre todo se premiaba la mediocridad. Así que sacó sus estudios obligatorios sin demasiado esfuerzo pero con buenas notas y luego, en la facultada, ocurrió lo mismo, se hizo bioquímica, una carrera que en aquel momento no tenía mucho fututo en su ciudad pero este hecho objetivo no impidió, dada su inteligencia practica, que encontrara un buen trabajo en los únicos laboratorios farmacéuticos que había, lo suficientemente bien remunerado y entretenido, para vivir una larga y cómoda vida laboral.
Las primeras veces que salió con chicos no lo notó, embebida en el fragor de la conquista, juego de estrategia que le pareció divertidísimo, y luego entregada de lleno a los placeres que le proporcionaba las primeras experiencias sexuales, no notó en absoluto, ni echó de menos, la ausencia del enamoramiento, ¿cómo podía ser de otra manera si no estaba previsto en su naturaleza? El torbellino del plan diseñado para ellas con sus divertidos protocolos, dejarse llevar por su roll social de chica mona y lista que busca chico que busque chica mona y lista, satisfizo todas sus inquietudes al respecto y si no llega a ser por esa tendencia analítica que desarrolló durante la carrera, posiblemente hubiera vivido toda la vida sin caer en la cuenta de ello. Pero esa manía de comparar, de sopesar, de seguir el hilo conductor llegase hasta dónde llegase, caía poderosamente como un luchador de sumo sobre todas las contradicciones que había entre ella y la vida tal y como la conocemos, y es que era como la dama del ajedrez en un tablero de la oca. Así qué cosas como no sufrir a causa de sus parejas, o no conseguir que sus relaciones progresaran más a allá de unas cordiales relaciones con sexo, marcaron la diferencia entre ella y el mundo.
Una vez que había tomado conciencia de su realidad, pasada con holgura la liosa adolescencia, y sin preguntarse mucho por qué se le había excluido del don o de la maldición del enamoramiento, se concentró más en las consecuencias que esto estaba ya teniendo en su vida. Su carácter práctico desencadenó un proceso de prevención y supervivencia e hizo lo que sabía hacer: aplicar el método científico a la situación además de tener a Frege en sus oraciones cada día. Analizó la situación y se documentó a conciencian. Identificó los síntomas, ridículos algunos: carne de gallina, suspiros, ojos brillantes, pupilas dilatadas, sonrisa bobalicona, facilidad para la risa y para el llanto… reconociéndolos en la propia experiencia con alguno de sus amantes. Hizo trabajo de campo a fondo, se sentaba largas horas en alguna terraza de bar y observaba a la gente que iba y venía, se compró un audífono por internet para escuchar las conversaciones de las parejas que coincidían a su lado en los lugares públicos, visionó todo tipo de películas sobre este tema ( Los puentes de Madison, especialmente, le pareció atroz) y acabó de saciar su sed de conocimientos sobre este asunto leyendo libros como «Tratado del enamoramiento» de Ramiro Pinto o «Bioquímica del amor» de Vilma Pinzón; por supuesto también estuvieron redivivos en esos días Becker y Teresa de Cepeda y Ahumada, nadie mejor que ellos para hablar de enamoramiento .
Luego, transcurridos unos meses y con una disciplina férrea de planificación y enfoque de sus pensamientos, lo tenía perfectamente asumido y empezó a barajar las hipótesis más convenientes para seguir con la acometida de su vida… pero no podía evitar volver de vez en cuando sobre aquello que se le había negado, aunque no fuera vital ni necesario para vivir. Luci comprendía perfectamente que el mundo giraba en torno a eso, el punto de partida en la estructura social, el germen de esta: individuo que se enamora forma una familia que vive con otras familias y forma un pueblo, que forman un país, que forma un continente y otro y otro dando autentica guerra a un planeta… ciertamente el punto de partida tenía que ser potente para que su efecto colateral fuera de semejante magnitud. Ella sabía amar un hecho bondadoso, la belleza que emanan de las cosas hermosas, a sus amigos, a sus parientes, claro que sí, pero no se construyen mundos alrededor de una margarita, o del casto beso que da la madre a un hijo en la frente, ni alrededor de compartir el pan que no sobra… en fin, pero del enamoramiento ¡sí!. Y quiso saber lo que se sentía. A pesar de que el hecho teórico del enamoramiento le parecía ridículo y de que había tomado la decisión que no le convenía de ninguna manera, no era capaz de sobreponerse a la curiosidad de su propia experiencia vital.
No sé si todo es una cuestión química pero sí gran parte de ello. Estudió y experimentó durante muchos meses hasta que dio con la formula deseada. Según todos los cálculos, una vez inyectada, no tardaría en producir el efecto deseado, y al fin sentiría lo que supone estar enamorada. Preparó un escenario a medida lejos de cualquier ser humano, después de llegar a la conclusión que sentirse enamorado era totalmente independiente del objeto del amor. Buscó un cuarto en un viejo hotel cuya ventana fue clausurada al instante, una cama, una mesa una silla y una puerta que daba paso un aseo pequeño. Habló con su amiga Carol que además era compañera de trabajo y poniéndole al corriente, sin entrar demasiado en los detalles, le encomendó la misión de guardar su puerta con todo el celo posible. Aquel retiro, aquel encierro duraría exactamente una semana tras la cual sus fluidos, su complejo laboratorio personal habría recobrado los niveles normales. Sobre la mesa, cuartilla en blanco y bolígrafos en abundancia.
Nada más cerrar la puerta tras de sí, resonaron en sus oídos las últimas palabras que oyó, “¿Estás segura?”, a lo que ni siquiera contesto ansiosa como estaba de clavar en sus venas aquel veneno que movía el mundo.
Lo cierto es que bien podía haber sido la mesa, la cama, las perchas del armario incluso sus propios zapatos, pero hay cosas que se nos escapan: fue la silla la adorada, la suave, la única, la perfecta a pesar de sus imperfecciones o quizá por ellas… ¿por qué ella y no otra? ¿Quién lo sabe? Y sobre la mesa, los folios escritos, uno detrás de otro, como la retahíla del alumno castigado repitiendo insistentemente una y otra vez la consigna que deberá quedarse a fuego grabada en la memoria.
Todo amor es fantasía;
él inventa el año, el día,
la hora y su melodía;
inventa el amante y, más,
la amada. No prueba nada,
contra el amor, que la amada
no haya existido jamás.
(Antonio Machado: OTRAS CANCIONES A GUIOMAR
A la manera de Abel Martín y de Juan de Mairena )
(Fotografía de Erich Consemüller – Mujer con una máscara de Oskar Schlemmer, sentada en una silla Wassily, conocida como Modelo B3, diseñada por Marcel Breuer. Bauhaus, 1926)